Introducción
La Guerra de Coto, que tuvo sus orígenes en disputas limítrofes entre Costa Rica y Panamá en 1921, ha sido un conflicto poco abordado en términos de la historia centroamericana y latinoamericana. Los trabajos predominantes y más incisivos se han hecho desde la historiografía panameña, principalmente desde una perspectiva nacionalista, con una tendencia a convertir en epopeya panameña lo sucedido (Cuestas, 1999 y Porras, 1996). En el caso de la historiografía costarricense, los eventos no fueron realmente seguidos por ninguna tendencia investigativa después de una tesis realizada a finales de la década de 1960 (Sibaja, 1968 y Sibaja, 1969), sino hasta hace dos años, cuando se retomó este episodio desde un punto de vista más amplio que lo meramente militar.
A partir de ese último trabajo, realizado por el aquí suscrito, se desprende este artículo, que visibiliza el proceso de olvido sistemático del conflicto de Coto de la historia nacional costarricense en su versión oficial durante, al menos, todo el siglo XX. Para hacer esto, el trabajo establece relaciones de causalidad que explican, en el corto, mediano y largo plazo, por qué promover el recuerdo del conflicto limítrofe con Panamá no era estratégico para el discurso nacionalista costarricense. A su vez, se identifican los mecanismos y justificaciones mediante las cuales se implementaron las acciones de invisibilidad.
Antes de iniciar el análisis, vale recordar que, aunque la sección más conocida del conflicto de 1921 sucedió en Pueblo Nuevo de Coto, en el actual Pacífico costarricense, los sucesos, tanto en Costa Rica como en Panamá, cubrieron esfuerzos logísticos en muchas otras áreas geográficas de ambos países. Cabe destacar el avance de tropas costarricenses por el Caribe hacia Bocas del Toro, en un intento por reivindicar un viejo reclamo costarricense sobre ese territorio otrora considerado propio. Además, el envío de soldados y cuerpos de apoyo implicó un esfuerzo, coordinación y apoyo muy significativos a nivel de instancias gubernamentales y de la sociedad civil.
Hubo un conflicto entre distintos sectores sociales en relación con los intereses en iniciar el conflicto, además sobre el reparto de méritos y culpabilidades entre autoridades militares al regreso de la campaña. Por otro lado, hubo discusiones sobre la pertinencia de fortalecer el ejército o, más bien, recortarle el financiamiento en aras de fortalecer el sector educativo, entre otros. Como es evidente, tres escaramuzas en un pequeño poblado del Pacífico parecen algo no digno de recordarse. Pero, aun si no se contara con el valor intrínseco de esas 30 vidas costarricenses perdidas, hubo mucho más en tela de juicio al acabar el conflicto y, con ello, razones para decidir cómo se recordaría en la historia nacional. En las páginas siguientes se exponen los motivos que explican el olvido progresivo del conflicto en la historia nacional.
Para ello, se exploran tres dimensiones del recuerdo sobre la denominada guerra con Panamá. La primera reconstruye los principales temas de discusión en los días inmediatamente posteriores al cese de hostilidades bélicas, con el objetivo de comprender cómo se determinó la memoria inmediata. La segunda evalúa los silencios relacionados a las potencialmente negativas consecuencias que podría haber traído su recuerdo en relación con los procesos de negociación del tratado de límites definitivo con Panamá. Por último, se hace balance de los libros de historia y literatura costarricenses que, de una forma u otra, mencionan algunos sucesos del conflicto, y desde dónde se ha establecido la memoria sobre dicho episodio.
En términos teóricos, se sigue aquí al planteamiento de Francisco Sevillano sobre lo que define como “olvido evasivo”. Según este autor, que analiza las políticas de la memoria en la España post franquista, propone que evadir recuerdos supone silenciar determinados hechos o personajes en la vida pública. Este olvido (evasión), a su vez, produce mitos que constituyen “la pérdida de la cualidad histórica de las cosas”; es decir, se les priva de un proceso que explica su formación. Por último, estos olvidos evasivos causan también la ausencia de una justicia retrospectiva (Sevillano, 2003, pp. 297-319). El autor referenciado desde el punto de vista teórico analiza un contexto de suma división social, en el cual la memoria es un campo de negociación. Esta perspectiva se adecúa al caso costarricense porque, como se mostrará más adelante, no hubo un consenso sobre qué decir o recordar sobre el conflicto, y las consecuencias de una u otra narrativa convertían a la memoria, en sí misma, en un campo de disputa de cuidado. Así, descontextualizar los eventos, privarlos de su explicación, los banaliza y, eventualmente, los desvanece.
Corto plazo: Construcción fallida de héroes
En un primer momento, la reconstrucción de los hechos de la guerra contra Panamá se basó sobre intentos por convertir a alguno de los participantes en héroe nacional. Sin embargo, hubo dos elementos fundamentales que dificultaron la tarea. Por un lado, ninguno de los nombres más destacados en los combates cumplía con dos características clave: ser costarricense y haber mostrado un desempeño en el conflicto que resultara en prueba irrefutable de su virtud patriótica total. Además, los miembros del ejército que marchó sobre el Caribe, cuyas acciones tenían un mayor potencial de erigirse como modelo de civismo y patriotismo, resultaron inmersos en divisiones internas que imposibilitaron un consenso acerca de lo que significaba ser patriota en aquel momento: conformarse con el acuerdo de paz promovido por el gobierno de Estados Unidos o continuar con expediciones hacia suelo panameño para vengar los reveses sufridos en Coto.
Heroísmos infructuosos
Si bien el conflicto armado se terminó con el armisticio acordado el 5 de marzo, fue hasta los días 18, 19 y 20 de marzo cuando el Ejecutivo declaró duelo nacional por los fallecidos en Coto (“Duelo por los muertos de Coto”, La Tarde, 18 de marzo de 1921, p. 1). Alrededor de esas fechas se empezaron a organizar recepciones en honor a los soldados que regresaban a San José; muchos de ellos sin haber participado en ningún enfrentamiento, o sin siquiera haber llegado a lo que debía ser eventualmente posición de combate. En ese contexto, se idealizaba al colectivo dispuesto a ir al frente como un ejemplo admirable de disposición hacia el país, pues “los pueblos sanos profesan la religión de sus héroes; son sus hechos gloriosos la letanía de su devoción; es a su imagen y semejanza que moldean sus almas sencillas” (“A los soldados de Coto”, La Tarde, 21 de marzo de 1921, p. 2).
Aunque el colectivo resultaba loable, el país necesitaba individuos héroes a toda costa. Se proyectó una versión de heroísmo sobre dos mexicanos: Manuel Chao Rovira y Daniel Herrera Irigoyen. Ambos, lejos de estar en el país en función del conflicto limítrofe, eran participantes activos de la política nacional desde la oposición al régimen dictatorial de Federico Tinoco. Chao, maestro y posteriormente un general asociado al movimiento de Francisco Villa en la revolución mexicana, salió exiliado a España en 1914 y al año siguiente llegó a Costa Rica, donde permanecería hasta 1923. Capturado por el régimen de Tinoco en las inmediaciones de Guápiles, después de un enfrentamiento en las afueras de Cartago el 23 de febrero de 1918, estuvo cerca de seis meses en prisión y luego se fue a Panamá buscando la confabulación contra Tinoco (Coto Monge, 1998, pp. 26-27). Pasada la dictadura, se retiró a Cartago donde trabajaba sus plantaciones. Una vez iniciado el conflicto con Panamá en 1921, un país carente de oficialidad militar y dividido políticamente, echó mano de aquellos que le habían servido a la oposición de la dictadura. Por tanto, las labores militares de Chao también fueron convocadas.
En la plaza de Cartago, el mexicano encabezó la formación militar de voluntarios que llegaban a aquella ciudad. Después de algunos días, concluidos con una misa ofrecida a la Virgen de los Ángeles, el recién bautizado Batallón Irazú salió de Cartago por el camino del cerro Buena Vista (Cerro de la Muerte), para llegar a San Isidro del General; pero cuando iban por Santa María de Dota surgió la noticia del armisticio (Coto Monge, 1998, p. 30). La prensa de la época aseguraba que el grupo a cargo de Manuel Chao era el más grande y el mejor preparado de toda la campaña (“Detalles de la Campaña”, La Tribuna, 11 de marzo de 1921, p. 5). La misión que les había sido encomendada era trasladar alrededor de mil hombres a pie y algunos de caballería hasta Cañas Gordas, ya en la zona limítrofe.
De la misma manera, conforme el conflicto fue cayendo progresivamente en el olvido, el rol de Chao no fue significativo en ninguna de sus narrativas. En su libro sobre el mexicano, Rogelio Coto cita una publicación de La Tribuna del 5 de agosto de 1924, con el motivo de la muerte de Chao. En dicho periódico recordaban al mexicano “cuya libertad brevemente interrumpida luchó como hijo propio de este regazo en los campos del Sapoá”; es decir, su iniciativa en Coto no fue parte de una lucha por la libertad costarricense. Una manera indirecta en la que se reconoce el rol nulo que tuvo el conflicto de 1921 en la construcción de la nacionalidad costarricense.
El otro mexicano implicado en el conflicto con Panamá fue Daniel Herrera Irigoyen. Participó en el movimiento del Sapoá contra los Tinoco, fue nombrado como Jefe Político de Osa desde el gobierno de Alfredo González Flores y, cuando el gabinete de Julio Acosta decidió enviar los piquetes militares a Pueblo Nuevo de Coto, fue Herrera quien las recibió y apoyó. La memoria que la prensa construyó sobre la participación de Herrera privilegió siempre su aprecio por la nacionalidad costarricense. Así, uno de los primeros elementos destacados era que, durante la toma de la bandera panameña en Coto, llevaba un fonógrafo en que sonaba el Himno Nacional y –según las reseñas– su muerte se consumó cuando decía “muchachos, no tiren; somos nosotros los costarricenses, viva Costa Rica, viva Julio Acosta, viva Héctor Zúñiga” (“Episodios de la guerra”, Diario de Costa Rica, 1 de abril de 1921, p. 5).
Mientras Chao y Herrera fueron un intento de legitimar el conflicto como causa justa costarricense con base en el sacrificio de extranjeros, también hubo intentos por construir héroes nacionales. Sin embargo, todos concluyeron de manera no satisfactoria. La primera posibilidad fue Héctor Zúñiga, a cargo de la primera expedición enviada a Pueblo Nuevo de Coto para sacar del lugar al corregidor panameño. Zúñiga trabajaba como encargado de la Segunda Sección de Policía de la Plaza de Alajuela. A su regreso al país en abril de 1921, su principal aclaración era que no había sido enviado para luchar contra los panameños. Declaró a la prensa y las autoridades del gobierno que luego de despachar al corregidor panameño, se limitó a esperar nuevas órdenes, y que al llegar los soldados panameños el trato fue amable; el resto del asunto fue dejado en manos de los gobiernos (“Las entrevistas que dieron en Panamá los coroneles Zúñiga y Obregón”, La Tribuna, 16 de marzo de 1921, p. 3). Esta perspectiva, según la cual su participación no podía ser considerada como militar (y por lo tanto su fracaso tampoco), prevaleció, en parte por ser defendida por Julio Acosta García, presidente en aquel momento. El coronel Zúñiga perdió rápidamente la atención de la prensa. De hecho, una vez que regresó al país desde Panamá, renunció como inspector general del ejército y se le dio de baja como militar (“El banquete ofrecido al presidente”, La Tribuna, 22 de abril de 1921, p. 6).
Las últimas noticias recabadas en relación con Héctor Zúñiga lo ubican como Gobernador de Guanacaste. En medio de las discusiones que discurrían en el Congreso Nacional sobre una nueva ley electoral, el diputado guanacasteco Mayorga Rivas acusaba a Zúñiga de querer manejar las próximas elecciones con mano militar. Según el diputado, el desprestigio de quien aquello pretendía hacer era aún mayor al tratarse «por desgracia [d]el mismo que cobardemente entregó nuestra bandera en Coto» (“El banquete ofrecido al presidente”, La Tribuna, 22 de abril de 1921, p. 6). Un día después, también en La Tribuna, hacían pública denuncia de que «el abanderado de Coto» recorría personalmente las principales ciudades guanacastecas realizando campaña política extemporáneamente, y amenazando con que «las elecciones se harán manu militaris» (“Ayer en el Congreso”, La Tribuna, 24 de junio de 1921, p. 6). A pesar de que su figura en relación a la guerra no predominó –cuantitativamente– en los periódicos, es claro que, cuando por términos políticos su figura resultó protagonista, sus contrarios tenían muy claro que la memoria sobre su accionar en Coto no era nada prestigiosa.
Un segundo intento de héroe fue Miguel Ángel Obregón. Este fue el militar a cargo de la segunda expedición al Pacífico Sur, con el objetivo de apoyar a los comandados por Héctor Zúñiga. Días después de su envío, corrían rumores de una nueva derrota para los costarricenses, sumados a la noticia de que Obregón habría muerto en una batalla desigual por condiciones y número contra los panameños. Esta noticia empezó a divulgarse ampliamente el 1° de marzo, y apareció en todas las portadas el miércoles 2 de ese mes. No se hicieron esperar múltiples muestras de afecto y admiración por parte de redactores y reconocidos personajes de la época.
Uno de los primeros en hacerlo fue el canciller y otrora ministro del régimen tinoquista, Alejandro Alvarado Quirós. El secretario, al referirse al “endiablado muchacho”, destacaba su condición de caudillo del Sapoá, sus dotes como poeta y periodista, y al relatar su muerte aseveraba que se había tratado del ataque de “mil ballonetas [sic] homicidas” en lo que por supuesto era “desigual combate mientras las heridas mortales recibidas no traicionaban su energía” (“Gavroche”, La Tribuna, 4 de marzo de 1921, p. 1). También Omar Dengo comparaba el desenlace de Obregón en Coto y lo hecho por Juan Santamaría en la Campaña Nacional. Planteaba un paralelismo entre la embarcación donde supuestamente había muerto Obregón y la tea utilizada por Santamaría en la quema del Mesón. A diferencia de Alvarado Quirós, Dengo vinculaba el duelo por la muerte del coronel costarricense con el impulso bélico de la población en el país. Animaba la partida de nuevas tropas hacia la frontera y aseguraba sobre él mismo que “cuando salga, llevaré en el espíritu un fulgor de gloriosa esperanza” (“Gavroche”, La Tribuna, 4 de marzo de 1921, p. 1).
No solo los personajes políticos alababan al que se configuraba cada vez más como el mártir de la campaña. Los múltiples artículos de opinión que publicaba la prensa se dolían por sus dotes más allá de lo militar, como las de escritor. A Obregón lo caracterizaban como “el proto-mártir de la guerra presente”, “mártir de la Patria y elegido de Dios”. Igual que Dengo, el firmante Vetustus señalaba que la muerte del mártir implicaba una razón más para “seguir el castigo y la ocupación” (“Joven Soldado”, La Tribuna, 5 de marzo de 1921, p. 2). Estas declaraciones eran representativas de dos actitudes bien diferenciadas con respecto al conflicto y también presentes en torno a la construcción de la muerte de Obregón. El representante oficial del gobierno apostaba por victimizar al país a través de uno de sus coroneles. Sin embargo, este discurso era radicalizado por miembros de la sociedad civil, al vincular esa muerte con un aumento en la hostilidad y deseo de venganza contra el enemigo. Según un editorial de La Tarde (diario del cual Obregón era columnista), antes de partir Obregón conocía su destino: iría a derramar sangre, y que pese a luchar con “un número treinta veces mayor […] no se rindió” (“Coronel Miguel Ángel Obregón”, La Tarde, 2 de marzo de 1921, p. 1).
Mientras se consideraba un hecho la muerte de Obregón, las reseñas sobre la campaña del Pacífico Sur se reducían en gran medida al supuesto sacrificio. A pesar de las derrotas y la imposibilidad de los refuerzos para ingresar a Pueblo Nuevo de Coto, se hablaba de “la hazaña del coronel Obregón”, al liderar –supuestamente– un enfrentamiento de 40 costarricenses contra 1000 panameños (“Coronel Miguel Ángel Obregón”, La Tarde, 2 de marzo de 1921, p. 1). E. Hine comparaba las dos formas en las que Obregón enfrentaba la muerte, vinculando su participación contra la dictadura de Tinoco y la guerra contra Panamá: “con su sangre y su ironía combatió la tiranía; por la patria se murió y de la muerte se burló” (Hine, E., 4 de marzo de 1921, “Miguel Ángel Obregón”. La Tarde, p. 20). También se le reconocía como un “símbolo de la Patria” y, como tal, sería levantado a la altura de Juan Santamaría (“Miguel Ángel Obregón”, La Tarde, 3 de marzo de 1921, p. 1).
La gran novedad de todo este asunto fue que, días después de intensa propaganda, el 6 de marzo salía a la luz que el “heroico Cholo” solo se había herido una mano (“Vive el Capitán Obregón”, La Tribuna, 6 de marzo de 1921, p. 7). Una vez confirmada su supervivencia, las posibilidades de contar con un héroe militar en la figura de Obregón se esfumaron. De hecho, a su regreso como prisionero de Panamá, el Cholo no solo desmintió cualquier versión de sufrimiento y martirio; más bien, volvió a su posición como redactor en el diario La Tarde desde donde publicaba ácidos comentarios sobre el accionar de algunos oficiales y emitía duras críticas a decisiones del mismo gobierno que lo había nombrado coronel.
Después del fiasco que significaba proclamar una muerte inexistente, el protagonismo fue entregado a Amadeo Vargas, jefe de la tercera expedición militar enviada por el gobierno de Julio Acosta a Pueblo Nuevo de Coto. Fueron los comandados por Vargas quienes sufrieron la derrota más aparatosa de toda la campaña, muriendo cerca de 30 soldados. Por tanto, la figura de Vargas estuvo sujeta a dos discursos: se presentó como la opción del tan anhelado rol de héroe, pero también como motivo de dudas sobre las habilidades militares y cívicas de la oficialidad costarricense.
De manera similar a lo sucedido con Obregón, hubo dos semanas en las que se insistía sobre el fallecimiento de Vargas, pero el 15 de marzo se publicó que no había sido ese su destino, sino que se le buscaba en Golfo Dulce. El portavoz de la sobrevivencia de Amadeo Vargas fue uno que lo acompañó en su misión: el coronel Alfredo Arguedas, quien señaló que Amadeo huyó con dos hombres más (“El Izabal anda en busca de Amadeo Vargas”, La Tribuna, 15 de marzo de 1921, p. 2). Un día después, se informaba que Vargas había llegado a Puntarenas con tres compañeros de expedición (de apellidos Bonilla, Hurtado y Carmona). Según declaraciones, Vargas y compañía huyeron de Coto en medio del ataque panameño, para luego ir nueve días caminando hasta una finca en Golfito, donde recibieron ayuda. Ahí pudieron contactar a las autoridades josefinas, y al llegar a la capital, Vargas fue recibido en una caravana con automóviles, declarando que a su regreso se encontraba “tal vez abatido, no victorioso, pero sí como soldado que hizo su deber” (“Palabras de Amadeo Vargas”, La Tribuna, 16 de marzo de 1921, p. 1). Ese sería el discurso de ahí en adelante del mismo Vargas y de quienes se esforzaban por defenderlo. Según esa versión, la huida era una manera de hacer lo que un buen patriota haría.
En el Diario de Costa Rica reprodujeron las declaraciones de Vargas al señalar que su participación fue meritoria puesto que “antes de caer prisionero, prefiero morir en poder de un lagarto o ahogado” (“Llega el coronel Vargas y tres compañeros de aventuras”, Diario de Costa Rica, 16 de marzo de 1921, p. 1). Además de algunos sectores de la prensa, la figura de Amadeo Vargas fue legitimada por el Poder Ejecutivo (lo cual tiene lógica, dado que era el delegado del gobierno con la responsabilidad militar). El diario La Tribuna denunció que el gobierno había castigado a los responsables de distribuir en la capital una hoja suelta que cuestionaba las capacidades militares de Vargas. Uno de ellos –llamado Florencio Núñez– fue enviado por quince días al calabozo con pan y agua y sin goce de salario (“Las consecuencias de una hoja suelta”, La Tribuna, 2 de abril de 1921, p. 3). Esto es fundamental porque introduce preguntas sobre los mecanismos de resistencia de ciertos grupos civiles ante el festín de reconocimientos de figuras militares que, además, eran cercanas a la administración de Acosta, y hasta qué punto se dispusieron las actividades para desaparecer o, en todo caso, reprimir iniciativas que hicieran dudar de la preparación de sus soldados.
En el informe sobre su desempeño, Vargas señalaba que al llegar a Puntarenas para dirigirse a Coto, y debido al testimonio de los hermanos Castro –costarricenses residentes en Panamá y cuñados del presidente panameño Porras–, que le advirtieron de los fuertes contingentes enviados a Coto, solicitó refuerzos al comandante de plaza y este le dio 30 hombres más (“El coronel Vargas presenta su informe”, La Tribuna, 2 de abril de 1921, p. 2). Una vez conocida esta situación, se comunicó con el Ministerio de Guerra, pero las órdenes (llegar a Pueblo Nuevo para apoyar a las dos expediciones anteriores) no fueron variadas a pesar de la advertencia. Con base en esto, La Tribuna aseguraba que “[la Secretaría de] Guerra previó la inminencia de un combate, a pesar de lo cual se lanzó a una aventura atolondrada” (“Agitación en los círculos militares”, La Tribuna, 7 de abril de 1921, p. 1). Este tipo de acusaciones contaba en el fondo con una disyuntiva entre la obediencia propia de un militar, y el deseo de la ciudadanía de contar con liderazgos que hubieran hecho algo más por contrarrestar las pérdidas en Pueblo Nuevo de Coto. En declaraciones al diario La Tribuna, Vargas señalaba que en su informe no responsabiliza a sus superiores de la derrota, sino que se limita a aclarar su obediencia en los rangos militares y defiende su actuación con base en ello. Por otro lado, desmiente de forma directa los relatos que deslegitimaban su labor en combate y, según él, contaba con el respaldo de los militares que se encontraban con él (“El asunto militar del día”, La Tribuna, 9 de abril de 1921, p. 6).
En la medida en que Vargas y sus aliados no fructificaran en su empeño por presentar la huida como una acción patriota, la figura que se alzaba como digna del reconocimiento era Arguedas. Según el relato de Jorge Leopoldo Castro, ayudante de médico en las tropas de Amadeo Vargas, al llegar al delta del río Coto ya se sabía que el grupo divisado por ellos era un piquete panameño, y hubo propuestas de salir a tierra y atacar desde ahí. Sin embargo, atribuye a Vargas la responsabilidad de la derrota, ya que “a todo esto el coronel Vargas se opuso, diciendo que eran costarricenses y que no valía la pena detenerse” (“Cómo se desarrollaron los sucesos de Coto”, Diario de Costa Rica, 13 de abril de 1921, p. 3). Sobre estas mismas advertencias de encontrarse frente al enemigo, también el mexicano Juan Carlos Buzo testimoniaba que algunos oficiales le llamaron la atención al coronel Vargas, quien nunca reconoció la importancia de lo que se avecinaba (“Declaraciones de un sobreviviente de los combates de Coto”, La Tribuna, 24 de abril de 1921, p. 4).
Otro participante señala que cuando la lancha presentaba ya un aspecto grotesco debido a los primeros fallecidos, no se escuchaban las órdenes de Vargas, sino las de Arguedas. Aproximadamente una hora después de comenzado el intercambio de fuego, desapareció Vargas y, muy al contrario del desaparecido, la tropa da cuenta del coronel Arguedas “recorriendo la cubierta del vapor de un extremo a otro, sin el más pequeño asomo de miedo (…) un valiente de verdad a quien las balas enemigas respetaron” (“Cómo se desarrollaron los sucesos de Coto”, Diario de Costa Rica, 13 de abril de 1921, p. 3). También el diario La Verdad resignificaba de manera positiva la memoria sobre el coronel Arguedas; a él lo felicitaban por saber “conducirse y como buen jefe permanecer al lado de sus soldados hasta el último instante de intensa pelea” (“Honor a quien honor merece por su comportamiento y heroísmo”, La Verdad, 22 de marzo de 1921, p. 2). Además de dejar una comparación implícita con lo que podría leerse como abandono de Vargas, resulta novedoso que en la misma publicación celebran la humildad de Arguedas, al no protagonizar una serie de disputas por premios –materiales o simbólicos– en que se encontraban algunas otras autoridades, como las que más adelante se discutirán.
Con base en los casos revisados, resulta que fue imposible configurar un héroe nacional en el contexto de la guerra con Panamá de 1921. Mientras que en la figura del mexicano y funcionario gubernamental Daniel Herrera Irigoyen se presentaron ocasiones para ensalzar su muerte en favor de la causa costarricense, no se consolidó su figura en los balances sobre el conflicto. Luego de Herrera, las posibilidades se enfocaron en los jefes militares de las tres expediciones que llegaron a Pueblo Nuevo de Coto. A pesar de que los tres tuvieron un rol protagónico en el breve conflicto armado, ninguno de ellos destacó por misiones estratégicas o victorias que permearan de grandeza la participación costarricense.
Así, cuando parecía que la muerte cumpliría su función mítica con un discípulo de Juan Santamaría que, al igual que en 1856, donaría su sangre en defensa de la soberanía territorial del país, dichas muertes se escaparon de las manos de la prensa al confirmarse la supervivencia de Miguel Ángel Obregón y Amadeo Vargas. Ambas figuras sirvieron de insumo para aquellos sectores de la población que criticaban de manera férrea el desempeño del ejército y las decisiones políticas de la administración Acosta. En el caso de Obregón, regresó como columnista del diario La Tarde con sus confrontativos comentarios sobre el conflicto y, en todo caso, regresó a su rol de periodista común. Con respecto a Vargas, el desprestigio individual y los cuestionamientos a la institución del ejército dieron para más. A pesar de que el coronel josefino intentó mostrar su huida del combate como acción patriota para no caer preso en manos panameñas, buena parte de las evidencias presentes en la prensa del momento sugiere que se lo consideró de manera muy diferente. Desde esa otra perspectiva lo que hizo fue abandonar a sus compañeros, muchos de los cuales murieron para pasar a ser enterrados a fosas comunes.
Militares divididos
En el caso de los oficiales que lideraron los avances costarricenses por la vertiente caribeña y llevaron a cabo la invasión de territorios panameños, destacan los coroneles José María Pinaud, Luis Anderson Morúa y Gerardo Zúñiga Montúfar. En torno a las discusiones sobre estos hombres cabe señalar dos elementos. Primero, su misión destacó porque, lejos de limitarse a proteger el territorio costarricense, dio paso a una invasión a un territorio panameño que el gobierno de Costa Rica ni siquiera disputaba en términos diplomáticos: la región de Bocas del Toro. Segundo, las versiones sobre el desempeño de los tres personajes en cuestión proceden de las crónicas de guerra publicadas por dos corresponsales periodísticos de la época.
El corresponsal enviado por el diario La Tribuna presentó un clima de indecisión y duda sobre la eventual invasión a Panamá, y en medio de ese panorama, presenta a José María Pinaud como decisivo e influyente, siendo él quien propuso tomar un tren y entrar hasta la plaza de Guabito (“La verdad acerca de la jornada del Atlántico”, La Tribuna, 10 de marzo de 1921, p. 1). Si bien el avance no se convirtió en un combate, dado que la población fue evacuada por la autoridad panameña, sí es un dato muy importante al comprender las diferencias marcadas a lo interno del ejército costarricense. Pinaud no era el hombre a cargo de liderar la estrategia del Caribe, sino Gerardo Zúñiga Montúfar. Una polémica de aquel momento fue que Zúñiga, al presentar su informe, se apropió de la autoría de las ideas propuestas por Pinaud.
Durante la conferencia militar organizada en San José el 13 de marzo de 1921, se lamentaban de que alguna de las tropas enviadas por el Caribe habría podido “plantar en la garganta del Istmo panameño la insignia tricolor, si las consideraciones políticas de último momento no hubiesen detenido nuestro avance” (“Ecos de la Conferencia Militar del lunes”, La Tribuna, 17 de marzo de 1921, p. 2). Se acusaba a Zúñiga Montúfar y al General Ricardo Monge de titubeantes, y se les responsabilizaba puntualmente de no haber tomado Bocas del Toro antes de la intervención definitiva. Pinaud entró en pugna con sus superiores (Zúñiga y Monge) porque, luego de la toma exitosa de Almirante, le recomendaron regresar a Guabito, ya que se suponía que el gobierno panameño enviaría 1500 hombres a aquella región. Horas después, le pidieron que regresara a Almirante apoyado por el famoso Batallón de la Muerte (de composición tinoquista) para, horas después, nuevamente ordenar su regreso a la frontera. Incluso en el viaje de regreso marítimo desde Almirante (donde finalmente la UFCo. puso a la orden del gobierno costarricense un barco) a Puerto Limón, hubo fuertes discusiones entre la persona de Zúñiga Montúfar, Monge, Pinaud y varias jefaturas, siendo necesaria la intervención de Luis Acosta, hermano del presidente (“La verdad acerca de la jornada del Atlántico”, La Tribuna, 11 de marzo de 1921, p. 5).
Después del conflicto, Fernando Borge, corresponsal del Diario de Costa Rica, señalaba que el liderazgo emprendido por Pinaud en “ese hecho de armas ha de llenar una de las páginas de la historia cívica de nuestro país” (“En plena Campaña”, Diario de Costa Rica, 10 de marzo de 1921, p. 2). Como se señaló antes, en los avances por el Caribe panameño no hubo combate porque la población había sido previamente evacuada. En estos términos, la aseveración de Borge implica mitificar a un hombre con base en méritos cívicos y no militares. Sin embargo, la versión predominante en la prensa no fue aceptada por el gobierno, ya que el informe presentado por Gerardo Zúñiga Montúfar, encargado general de la expedición en aquel litoral costarricense, contradijo a quienes exaltaban la figura de Pinaud. Dicho informe fue presentado, discutido y aprobado de manera unánime en su primera versión “por haber obrado conforme a la conciencia militar”. Sin embargo, días después se estimaba que aquel documento causaría conflictos entre los diversos sectores, en relación con el mérito no reconocido del “Macho” (sobrenombre con el que se conocía a José María Pinaud) (“El informe militar del coronel Zúñiga Montúfar”, La Tribuna, 23 de marzo de 1921, p. 1).
Otro caso de cuestionamiento al mérito cívico sucedió con la figura de Luis Anderson. Una vez finalizado el conflicto, la Secretaría de Guerra citó al editor de La Tribuna para pedirle que rectificara una nota sobre la actitud de las tropas que partieron al mando de Anderson, cuando ya se había acordado el armisticio. Según la nota publicada por aquel diario, Anderson y sus hombres sabían que el conflicto ya había terminado y solo emprendieron el viaje para participar de las celebraciones nacionalistas desde una posición pretendidamente heroica. Para el secretario de Guerra, Aquiles Acosta, la nota tenía un tono irrespetuoso motivado por las diferencias políticas entre el editor del diario y Anderson. Pero más que una censura al diario, la acción de Acosta parecía una advertencia, pues había rumores de que algunos miembros de esa tropa planeaban incendiar las oficinas de La Tribuna y el ministro decía no poder protegerla por no contar con policías en la ciudad, ya que muchos de ellos no habían regresado de la frontera o estaban presos en Panamá (“Donde se cuenta cómo La Tribuna estuvo en los bordes de perecer incendiada y saqueada”, La Tribuna, 13 de marzo de 1921, p. 1).
Los hombres a cargo de Anderson regresaron el lunes 7 de marzo a San José, y fueron recibidos en un desfile patriótico (junto a otras agrupaciones a cargo de militares, por ejemplo, de Jorge Volio). El caso es que la acusación de haber salido con pleno conocimiento del cese al fuego pactado en el Caribe por Zúñiga Montúfar y los representantes del Departamento de Estado era cierta. Sin embargo, Anderson y sus hombres no fueron los únicos. Caso similar fue el del expresidente Ricardo Jiménez, quien después de que acabó el conflicto mandó una carta dirigida a Julio Acosta para ofrecer sus servicios como parte del Batallón Irazú (“Brillante actuación del coronel Zúñiga Montúfar”, Diario de Costa Rica, 8 de marzo de 1921, p. 1).
La participación de Luis Anderson en labores militares no fue parte predominante del conflicto con Panamá, pero su protagonismo en el proceso de negociaciones fronterizas fue fundamental. En abril impartió conferencias sobre el tema limítrofe en el Liceo de Costa Rica, a partir de las cuales varios editores se deshicieron en elogios hacia él, para concluir solicitando que repitiera “su brillante conferencia en un teatro para que todo el público se impregne de esas cuestiones que son tan importantes” (“El triunfo del Lic. Anderson”, La Verdad, 8 de abril de 1921, p. 1). Finalmente, el evento se dio y evidenció claramente el interés en permear de las proclamas nacionalistas aun después de la guerra, de fortalecer las razones diplomáticas costarricenses y, sobre todo, de incluir a todos los estratos socioeconómicos del país –se reportaba asistencia importante de maestras, estudiantes y particulares–, así como dirigir alguna exposición a los trabajadores de la capital (“La conferencia de ayer en el Liceo”, Diario de Costa Rica, 2 de abril de 1921, p. 5).
Estos fueron los principales elementos que, una vez concluido el conflicto armado con Panamá, demostraron la serie de disputas entre aquellos que participaron como oficiales de guerra en la región Caribe, con motivo de asegurarse un puesto privilegiado en los balances y críticas sobre los sucesos. Por su parte, la conflictividad sobre el recuerdo de guerra entre los líderes de las expediciones enviadas por la vertiente pacífica del país para apoyar a las que fueron derrotadas en Pueblo Nuevo de Coto tuvo que ver, fundamentalmente, con las motivaciones que llevaron a no avanzar hacia Coto, y más bien quedarse estancados –con un grupo más que significativo de soldados– en playa Uvita.
Al respecto, el coronel Fernando Cabezas relataba que, apenas llegaron a playa Uvita, este lugar fue convertido en la base de operaciones del llamado “Ejército del Sur”. Después de detenerse allí por una falla mecánica, fueron informados del desenlace de los primeros tres enfrentamientos y luego vieron el campamento y la lancha de los panameños, que anunciaban la presencia tica. Sobre este mismo evento, el coronel Gómez citaba el testimonio de un inglés residente en la zona, que describía: “el asesinato de nuestros pequeños destacamentos era indescriptible”. Gómez era acérrimo partidario de invadir de nuevo el río Coto, pero el General Cabezas, el Dr. Teodoro Picado y el mayor Gallegos, entre otros, lo persuadieron a no llevarlo a cabo, al menos no solo. La decisión cambió con los refuerzos del general Villegas, comandantes Víctor Guardia y Francisco Roldán, que redundaban en un número de “fuerzas que creímos suficientes para avanzar en toda forma” (“Algunos datos sobre la expedición Gómez-Cabezas”, La Tribuna, 12 de marzo de 1921, p. 5).
En realidad, la intención no era solo recuperar Coto, sino que implicaba un plan de invasión ideado por Villegas. Se trataría de tomar Pedregal, llegando hasta allí por vía marítima, y de ahí marchar hacia David, para forzar a los panameños a retirarse de Coto, donde planeaban encerrar a los panameños junto a otra columna que debía internarse por el río Coto. Después de planificar esa estrategia, el anuncio de paz no cayó nada bien entre el consejo militar que había aprobado el avance hacia David. En palabras de Gómez, fue de suma sorpresa “la orden de reconcentración y la triste noticia del arreglo” (“Algunos datos sobre la expedición Gómez-Cabezas”, La Tribuna, 12 de marzo de 1921, p. 5).
La decisión del gobierno de Acosta daría de qué hablar en las reuniones entre las jefaturas militares que el mismo presidente convocó. Durante esas sesiones del Consejo Militar resonó con fuerza la queja de Víctor Guardia Quirós, quien insistía en la necesidad de adueñarse de manera efectiva de la región de Osa, con el objetivo de “nacionalizar y civilizar con todos los medios posibles aquellas lejanas tierras de fabulosas riquezas” (“La conferencia militar en el Palacio Amarillo”, La Tribuna, 15 de marzo de 1921, p. 1). En las declaraciones de Guardia queda claro que la guerra se presentó, ya fuera de forma premeditada o no, como un medio para justificar la explotación económica en favor nacional de las tierras poco exploradas hasta entonces. Sin embargo, la versión predominante en 1921 era sin duda un nacionalismo político y no económico. N. Seuhoil, un supuesto soldado en el Pacífico, se lamentaba porque señala que “mientras la bandera no vuelva a suelo costarricense, vengada y limpios sus pliegues de todo atropello, no aprobaremos ningún pacto ni arreglo diplomático” (Seuhoil, N., 19 de marzo de 1921, “Los comentarios de la guerra”, La Verdad, p. 1).
Mediano plazo: El condicionante del Tratado
La memoria sobre el conflicto con Panamá en los veinte años siguientes a 1921 estuvo traspasada por las discusiones en torno a la firma de un tratado definitivo de límites con Panamá. Tanto quienes estaban a favor de una renegociación con Panamá como los que rechazaban cualquier variación al Laudo White utilizaban los sucesos de 1921 para legitimar su posición. Sin embargo, hubo algunos acuerdos tácitos entre ambos sectores a la hora de referirse al conflicto. En primera instancia, se recordaba lo sucedido en el marco de la doctrina estadounidense de la buena vecindad y de la requerida paz entre los pueblos americanos. Por otro lado, los promotores y opositores del acuerdo bilateral de límites evitaron por igual a toda costa hacer referencia a los enfrentamientos de 1921 en términos de guerra.
Antes de analizar las dos vertientes señaladas, vale la pena contextualizar los momentos en las discusiones sobre eventuales tratados limítrofes con Panamá, los cuales tuvieron una mayor resonancia en la sociedad costarricense. Entre 1934 y 1935, debido al proyecto de tratado dirigido por Raúl Gurdián Rojas, canciller en la tercera administración de Ricardo Jiménez; el segundo intento llevado a cabo entre 1937 y 1938 por el segundo canciller en la administración de León Cortés, Tobías Zúñiga Montúfar; por último, el tratado definitivo firmado por Alberto Echandi Montero en 1941, durante la administración de Rafael A. Calderón Guardia.
Paz Americana
En setiembre de 1921, gracias a la presión del Departamento de Estado estadounidense, miembros del gobierno costarricense tomaron posesión oficial de Pueblo Nuevo de Coto. Aquello fue considerado como una victoria significativa, pero no era definitiva porque no significó la definición de la línea total que dividía el territorio de Costa Rica con respecto al panameño. El tema fue marginal en la segunda administración de Ricardo Jiménez y de Cleto González Víquez, pero cuando Jiménez regresó a la silla presidencial gracias a la designación del Congreso, la definición de la frontera sureste de Costa Rica ocupó uno de los sitios prioritarios para su gobierno.
Cuando el entonces canciller Raúl Gurdián llevaba a cabo gestiones para lograr un acuerdo con el gobierno panameño, no había claridad entre insistir en la aceptación panameña el laudo White, promulgado por el juez estadounidense Douglas White desde 1914, o reiniciar las negociaciones de manera bilateral. Esta posibilidad comenzó a levantar algunas suspicacias sobre las intenciones reales del gobierno, y poco a poco las declaraciones contra la renegociación del laudo White fueron subiendo de tono, así como la tensión contra el gobierno sobre este tema.
En este proceso, la voz más destacada contra la posibilidad de entregar a Panamá tierras no presupuestadas por el fallo White fue Elías Leiva, abogado y profesor cartaginés. Uno de los argumentos de Leiva contra el proyecto era un supuesto retroceso diplomático del país. Según él, los arbitrajes internacionales eran el medio histórico y jurídicamente más legítimo para solucionar diferendos bilaterales, llegando a presentarlo como el medio de resolución de conflictos más civilizado. Dichas aseveraciones se basaban en un asunto de honor nacional, pues para el caso de Costa Rica con Panamá, defendía que renegociar la línea fronteriza señalada por el juez estadounidense “equivaldría, ni más ni menos, que a darle a la parte contraria pruebas de nuestra sinrazón” (Leiva Quirós, 1935, 18-19).
De acuerdo con la lógica de los opositores a la renegociación directa del límite sureste del país, Costa Rica no debía entregar ninguna porción de su territorio, en ninguna circunstancia. En el caso particular de Leiva, él apoyaba esta rotunda negativa en el hecho de que, después de México, Costa Rica era el país latinoamericano que más había perdido territorio. Estas pérdidas territoriales (dentro de las que destacaba Bocas del Toro) habían sido posibles por una disposición histórica de los gobiernos costarricenses a “contribuir en modesta escala a la paz del continente [sin embargo,] nadie nos ha agradecido hasta hoy este sacrificio y que tenemos que hacer el reconocimiento, tardío y doloroso al mismo tiempo, de que Costa Rica es un despojo de despojos” (Leiva Quirós, 1935, p. 46).
El tiempo transcurrió y la oportunidad para la administración Jiménez venció sin haber concluido satisfactoriamente las negociaciones con Panamá, en buena parte por la agitación política que la iniciativa causó. Sin embargo, el tema contaba con el músculo político como para volver a ser planteado tres años después, en la administración de León Cortés. Esta administración recopiló publicaciones del Diario de Costa Rica, órgano oficialista en aquel momento, repletas de argumentos favorables al tratado de límites impulsado a partir de 1938. En este contexto, vale señalar que el diario en el cual se atrincheraba la oposición a dicho proyecto era La Tribuna, dirigido por un elemento clave en la invasión costarricense a territorio del caribe panameño en 1921: José María Pinaud.
En uno de los artículos recopilados por el gobierno de Cortés en favor del acuerdo bilateral, señalaba el presidente que, con él en el poder, Costa Rica jamás provocaría una guerra. Esto lo decía en el contexto de algunas propuestas que sugerían buscar –nuevamente– otro árbitro internacional que revisara el caso. Sin embargo, Cortés argumentaba que, aunque otra potencia volviera a dar la razón a Costa Rica para ir a amojonar la frontera, valía más la pena aplicar una solución en la que “se liman asperezas, se olvida el pasado y se vive el porvenir en paz” (Reportajes y opiniones…, 1938, p. 5). Es decir, lo importante era mantener la estabilidad en la región fronteriza, y no necesariamente la reivindicación de derechos adquiridos en la diplomacia.
Una de las condiciones sine qua non en la fórmula del presidente Cortés era olvidar el pasado. Esto requería no incluir en las nuevas negociaciones a nadie involucrado con la administración de Julio Acosta. En clara línea con el gobierno, el jurista Alberto Brenes Córdoba señalaba que lo importante era firmar el tratado, de tal manera que se sacrificaran “estériles rencillas y pasados enojos en provecho de la paz, la armonía y concordia que la buena vecindad imponen a los pueblos civilizados” (Reportajes y opiniones…, 1938, p. 16). Nuevamente, un paso necesario para la civilización no era necesariamente el perdón (ejercicio que necesariamente implica el recuerdo), sino el olvido deliberado de lo ocurrido años atrás.
León Cortés también señalaba como inviable una nueva guerra contra Panamá como medio para amojonar la línea fronteriza con este país. Esto debido a que “la revuelta interna y la conmoción externa son términos de exclusión de nuestro sosegado vivir, y mal haría quien pretendiera la inversión de los fundamentos de tal cordura”. Estas palabras las dirigía en un contexto en el cual, por momentos, las opciones parecían reducirse a firmar un nuevo tratado con Panamá, o abrir el portillo a la posibilidad de un nuevo conflicto armado. Pero, para banalizar más aún las voces que sugerían preferir un nuevo conflicto antes que renegociar la frontera, Cortés recordaba la casi generalizada oposición ciudadana cuando, al iniciar su administración, propuso incluir formación militar en el currículum de la secundaria para hombres. Después de esa oposición, señalaba de “desentonado que a estas horas vengamos a pretender trocar el espíritu de paz por el lema de la guerra” (Reportajes y opiniones…, 1938, p. 17).
El folleto editado en aquel setiembre de 1938 echaba mano a antiguas declaraciones de dos expresidentes autorizados en el asunto. Por un lado, aparece lo dicho por Ricardo Jiménez a La Tribuna en octubre de 1936, en las que Jiménez presentaba el tratado de límites como una urgencia necesaria, con el fin de evitar otro conflicto armado “como en tiempos viejos (…) una tragedia [que] sucedió en momentos de fraternidad” (Reportajes y opiniones…, 1938, p. 19). También se incluyeron declaraciones de Julio Acosta a La Tribuna el 20 de enero de 1935. En ellas, Acosta decía apoyar las negociaciones llevadas por el canciller Gurdián. Con base en esta aparente contradicción, Cortés también deslegitimaba las opiniones de Acosta, ya que “fue durante su gobierno cuando tuvieron verificativo los sucesos del río Coto en que nuestras tropas sufrieron los más duros reveces [sic]”. Más aún, “ni con las pérdidas de vidas de aquellos días aciagos para la República pudo Costa Rica, ni aun contando con la buena voluntad del Gobierno americano, llegar al amojonamiento de nuestra frontera, e ineficaces resultaron los empeños puestos en juego por aquel Gobierno para el logro de tan deseado fin” (Reportajes y opiniones…, 1938, p. 21). Es decir, la guerra era una opción improbable, no solo por la cultura política costarricense, sino por su insuficiencia a nivel estratégico. Con estos argumentos se negaba la posibilidad de insistir en la aplicación del fallo White.
Un tercer y definitivo momento en las negociaciones por la frontera entre Costa Rica y Panamá fue en 1941, año en que se firmó el tratado de límites posteriormente conocido como Echandi Montero-Fernández Jaén. Una de las voces que dejó sus impresiones de aquel proceso fue la de Adán Saborío. Un primer elemento en las palabras de Saborío es el valor civilizatorio del finiquito a nivel diplomático. En ese sentido, señalaba que “ya América, hija de Europa, se ha educado más en los principios de gobierno y de vida social que la vieja madre que nos dio la vida y nos enseñó” (Saborío, 1937, p. 323). La meta de convertirse en un país civilizado a nivel mundial pasaba por la necesidad de negar cualquier posibilidad de guerra. De hecho, se presentaba la firma del tratado como un aporte al proceso continental de buena vecindad.
Sin embargo, Saborío no solo celebraba el avance civilizatorio de Costa Rica y Panamá; también promovía ideas de integración ístmica. Después de la firma del tratado, planteaba una eventual unión de Costa Rica y Panamá (lo cual estaba justificado, según Saborío, por su pequeño tamaño y las ventajas de unir la cantidad de ciudadanos de ambos países) bajo el nombre de “la República de las Antillas o de Balboa”. Estas ideas encontraban su asidero en el consejo de “el Gran Capitán del Continente”, en referencia al gobierno de Estados Unidos, según el cual “toda América formará la República Federal Americana, libre, fuerte y compacta” (Saborío, 1937, p. 325).
Es fundamental señalar que en las reivindicaciones de Saborío no se incluye ningún recuerdo sobre la guerra de 1921. Esto parece haber coincidido con una explícita intencionalidad de la administración Calderón Guardia, puesto que a finales de setiembre de 1941, Alberto Echandi Montero declaraba –como respuesta a las críticas de Julio Acosta sobre el tratado limítrofe firmado por el mismo Echandi– que, pese a que en Costa Rica había “gentes que quieren revolcar el pasado en un ruin intento de destruir la cordial amistad que existe ahora y que existirá para siempre en el futuro entre los pueblos y gobiernos de Costa Rica y Panamá (…) El futuro no se construye con recuerdos hostiles, sino con actos de confianza, de respeto y de fe” (Oconitrillo, 1991, pp. 500-502). Como se mencionó más arriba, el proceso de formación definitiva de la línea fronteriza pasó por el olvido como manera de evitar retrasar las negociaciones.
Ahora bien, poner la mirada sobre la paz continental, y como consecuencia negar la posibilidad de una guerra con Panamá para reclamar la soberanía del territorio nacional según lo definido por el Laudo White, fue solo el primer elemento característico en el olvido progresivo sobre la guerra sucedida en 1921. A continuación, se analiza cómo fue necesario evitar, tanto como fuera necesario, describir los sucesos de finales de febrero e inicios de marzo de aquel año como “guerra”.
No decir “guerra”
Al presentar el conflicto[1] con Panamá en 1921 como contrario a la identidad pacífica de la nación costarricense, en la década de 1930 e inicio de 1940 se evitó a toda costa definir los acontecimientos de febrero y marzo de 1921 en términos de “guerra”. En este proceso, los momentos que generaron mayor cantidad de información corresponden, de nuevo, a los tres proyectos de acuerdo limítrofe llevados a cabo en las administraciones Jiménez, Cortés y Calderón.
Durante la administración Jiménez, Elías Leiva, a pesar de ser un férreo opositor a la negociación directa con Panamá, concordaba con el gobierno en un elemento: ambos ignoraban, de manera más o menos deliberada, los sucesos de la guerra de 1921. Leiva denunciaba que los manejos del asunto fronterizo después de 1921 “constituyen un verdadero retroceso en nuestra política internacional”. Sin embargo, no menciona qué tuvo el año 1921 para significar un punto de inflexión en temas limítrofes (Leiva, 1935, p. 17). Para los adultos de 1935 era fácil intuir de qué se trataba. Pero no sucedería lo mismo con las generaciones siguientes. Por lo tanto, este tipo de omisiones fue un elemento clave para que las características de los episodios de 1921 se difuminaran cada vez más.
En otros momentos, Leiva negaba deliberadamente la existencia de la guerra de 1921. Esto puede entenderse como un esfuerzo para que su negativa a la renegociación del Laudo White no se confundiera con su apoyo a una nueva campaña bélica contra Panamá (como se señaló en el apartado anterior, esas eran las dos opciones que se consideraban en la época). Aseguraba en uno de sus artículos que “jamás hemos hecho una guerra ni grande ni pequeña a nuestros vecinos por arrancarles un pedazo de territorio”; esto porque “la idea de un conflicto armado es algo absurdo e imposible para nosotros” (Leiva, 1937, p. 50). Más adelante se contradecía al avalar la existencia de aquel conflicto, pero minimizaba lo sucedido al borde de la banalidad. Leiva acusaba a los que aprobaban el proyecto de tratado de límites de hacerlo presentando los recuerdos de la experiencia militar en Coto “con los colores más siniestros [convertidos en] la imagen de una guerra que solo existe en la propia imaginación” (Leiva, 1937, p. 56).
Resulta evidente que para la oposición al tratado de límites era clave negar la existencia –o en todo caso las dimensiones– del conflicto de 1921. Esto les permitía evadir el uso de dichos acontecimientos como una amenaza para que la población aceptara de manera rápida la negociación directa con Panamá. Ahora bien, no solo Leiva como representante de la oposición a dichos proyectos relativizaba la importancia de los sucesos de 1921. El ya mencionado documento editado por el gobierno de León Cortés (1938) destaca un artículo de Fabio Baudrit que apoya el discurso manejado por Leiva.
Las declaraciones de Baudrit se ubican en las negociaciones de 1935 por el canciller Raúl Gurdián, en la administración de Ricardo Jiménez. Baudrit definía al conflicto como “viejo e inexplicable”, y lo catalogaba como “la última aventura que tuvimos con Panamá (…) guerra más o menos corta o más o menos larga”. Fue, en resumen, una “guerra, si es que se puede llamar así” (Reportajes y opiniones…, 1938, p. 16). Domina la indeterminación, la escasez de menciones y la inexistencia de descripciones. Porque de haberlas, se habría reconocido que, no obstante su corta duración y limitaciones militares, fue una experiencia concreta y real de guerra para la sociedad de la época.
En el marco del proyecto de ley presentado por la administración de León Cortés, se ubica una de las mentiras más llamativas de todas aquellas ocasiones en las que se evadía hacer una reseña de los sucesos de 1921. Teodoro Picado Michalski, que en aquel momento fuera diputado y simpatizante del acuerdo limítrofe, armaba un caso supuestamente hipotético de lo que pasaría si hubiera una guerra entre Costa Rica y Panamá. En el desarrollo de esa situación hipotética nunca menciona el antecedente de 1921, pero narra cosas que ya habían sucedido en aquel año. Su objetivo parece haber sido amedrentar a los lectores con un escenario que –según él– podría evitarse si se firmaba el ansiado tratado. Se preguntaba Picado qué pasaría si: “una turba más o menos exaltada e inconsciente apedrea nuestro escudo en Panamá y otra hace aquí lo propio con el de allá, tenemos dos países hermanos en vísperas de una guerra para lo cual no están ni deben estar preparados” (Reportajes y opiniones…, 1938, p. 28). Hay que recordar que esta situación sucedió a finales de febrero de 1921: en Ciudad de Panamá y Colón se apedreó y arrastró el escudo nacional costarricense de los consulados en esas dos ciudades. Cuando el cónsul de Costa Rica en la capital panameña informó al gobierno de Julio Acosta lo sucedido, y puso su renuncia por medio de un telegrama, en Costa Rica también se apedreó el escudo panameño en el consulado de aquel país en San José. Con esto se aumentó masivamente la agitación social en Costa Rica y el envío de soldados hacia la frontera.
El tercer momento de las negociaciones por la frontera con Panamá después del conflicto de 1921 (la firma del tratado definitivo) tampoco estuvo exento de olvidos llamativos sobre lo sucedido en aquel año. A propósito de las celebraciones conjuntas entre ambos gobiernos por la definición de la frontera, hubo una misa en la Catedral de San José con la presencia de los presidentes Calderón Guardia y Arias Madrid. En esa ocasión, el deán de la Catedral describía aquel día como el momento donde se habían borrado para siempre las amenazas a la fraternidad entre los dos países. Lo más cercano al recuerdo de la guerra de 1921 fue la referencia a una “¡Cruel y abrumadora pesadilla había atormentado por largos años el ánimo de costarricenses y panameños! (…) Un pedazo de tierra no vale lo que vale la vida de un hombre” (Revista de los Archivos Nacionales, 1937, p. 442). El cura no solo describía de manera implícita un recuerdo negativo de la historia común entre los dos países, sino que revivía los escenarios en los que se desarrolló la guerra de 1921, así: “¡Corrientes impetuosas del Sixaola! ¡Frondas rumorosas del Coto! Decid a los que moran en aquellas apartadas cabañas que su selvático silencio ya no será más interrumpido que por el hacha del labrador” (Revista de los Archivos Nacionales, 1937, p. 443). Con estas declaraciones, se ponía en práctica aquel repetitivo pasaje evangélico de “quien tenga oídos, que oiga”, puesto que no existió mención explícita al conflicto, más allá de lo que los presentes pudieran inferir.
Tampoco hubo mención explícita por parte del presidente Calderón Guardia, quien aseguraba en aquella misa que ya no existía “peligro de que en alguna hora del futuro en sus aguas [de los ríos ya mencionados] se reflejen armas agresoras de ninguno de estos países hermanos, cuando a cambio se copie en ellos la luz del Redentor podemos [prever] que desde arriba se está signando, hasta para el más remoto provenir, el entendimiento fraternal de estas dos Repúblicas de América” (Revista de los Archivos Nacionales, 1937, p. 445). Una vez más, la firma del tratado de límites se legitimaba en escala internacional dentro de la lógica de la paz americana, pero a nivel interno la estrategia era no mencionar explícitamente ninguno de los acontecimientos ocurridos en el río Coto y la región transfronteriza Caribe.
El último testimonio significativo sobre el contexto de firma del tratado Echandi Montero-Fernández Jaén es la introducción de Roberto Brenes Mesén al texto conmemorativo de Joaquín Fernández Montúfar sobre ese evento. De nuevo se procura no caracterizar el episodio armado, y por tanto insiste en no mencionar la palabra “guerra”. De hecho, Brenes Mesén señala que el tratado logró superar lo que describe como “la úlcera sangrante y sensitiva en tierras de la frontera. Y por allí donde antes dolía, pasa hoy la línea de sutura de la paz permanente” (Fernández Montúfar, 1993, p. VII). Fuera de esta breve e imprecisa descripción de los antecedentes de aquel tratado firmado en 1941, no menciona nada más sobre los eventos de los que él mismo fuera testigo.
Largo plazo: Memoria en textos de historia y literatura
Luego de la firma del tratado de límites con Panamá, el ejercicio de la memoria se trasladó de discusiones institucionales del Estado costarricense a textos que, ya bajo la categoría de historia o literatura, han abordado de alguna manera lo sucedido en aquel momento. En la segunda mitad del siglo XXI, tiene total vigencia la dedicatoria que hiciera José Marín Cañas en su libro sobre la experiencia militar costarricense en el Pacífico Sur en la campaña contra Panamá. Marín dedica su trabajo “a los jóvenes de la presente generación revolucionaria que han oído hablar de Coto, y creen que es un señor de Cartago” (Marín Cañas, 1976, p. 13). En realidad, la óptica de Marín está, en sí misma, sesgada. Esto porque él es uno de los muchos que, al referenciar los sucesos de 1921, omiten los sucesos de la región Caribe y presentan lo sucedido como una guerra focalizada en Coto. Después del trabajo de Marín, se han sucedido muchos que, si bien no se abocan a analizar el conflicto en lo específico, sí lo han tomado en cuenta en la construcción de la historia costarricense. A continuación, se abordan dos categorías en las que se agrupan las perspectivas desde las que se ha historizado el conflicto con Panamá. La primera de ellas, centrando la atención en los héroes de dicha campaña. La segunda y más amplia –aunque mucho más imprecisa–, la caracterización del conflicto como un todo.
Rescate tardío de héroes
En su Cartilla histórica, Ricardo Fernández Guardia hace hincapié en los tres episodios de derrotas militares del ejército nacional en Pueblo Nuevo de Coto sufridos, sucesivamente, por los destacamentos liderados por Héctor Zúñiga, Miguel Ángel Obregón y Amadeo Vargas. Según el historiador, los hombres de dichas expediciones fueron “despedazados a mansalva por los panameños”. En cuanto al resto de elementos involucrados en el conflicto, se limita a señalar que a finales de febrero “salió una fuerza expedicionaria hacia la región de Coto y otra atravesó la frontera panameña por Guabito, apoderándose el 4 de marzo de 1921 del puerto de Almirante” (Fernández Guardia, 2005, p. 138). Es decir, no sugiere la cantidad de personas involucradas, su organización, la lógica de las movilizaciones ni las acciones secundadas por la sociedad civil en aquel momento.
Fernández Guardia no especifica la identidad de dichos hombres, ni siquiera la de su jefe. El primer texto que se encarga de retomar algo de protagonismo para personajes involucrados en el conflicto es la obra biográfica sobre Julio Acosta, editada por Eduardo Oconitrillo, quien reseña a Obregón como alguien que “supo ser soldado sin haber aprendido a manejar armas; lo supo ser, pasando hambres, sin tener necesidad de pasarlas; también pasó fríos, durmió y veló teniendo por techo el firmamento y por mullida cama los fangales del frente de batalla” (Oconitrillo, 1991, pp. 125-126). Sin embargo, esta serie de elogios correspondía a su participación en la llamada revolución del Sapoá, y no a la aventura militar contra Panamá.
Mientras tanto, el principal testimonio de la guerra de 1921 convertido en un libro, a pesar de que fue narrado por un asistente de Obregón, no exalta la figura de este, sino que destaca más bien el rol del mexicano y entonces jefe político de Osa, Daniel Herrera Irigoyen (Marín Cañas, 1976, p. 29). La primera versión de este libro de José Marín Cañas fue publicada en 1934 bajo la identidad protegida de un personaje que narraba, en primera persona, los acontecimientos de la segunda expedición militar costarricense a Pueblo Nuevo de Coto a finales de febrero de 1921. Una segunda y definitiva versión fue publicada, bajo auspicio de la Editorial Costa Rica, en 1976. En esa ocasión, al cumplirse 55 años de la guerra con Panamá, ya se reconocía la identidad del informante: era Guillermo Padilla, entonces joven abogado, pasante en la Secretaría de Guerra y asistente en Coto de Miguel Ángel Obregón.
Padilla describió incidentes que dejaron en evidencia lo poco rigurosa y precavida que fue la entrada de los hombres a cargo de Obregón a Pueblo Nuevo. En un primer momento, un soldado avistó un quepis panameño en el delta del río Coto, pero ninguno de los presentes le creyó y la prevención no se tomó en cuenta al seguir avanzando (Marín Cañas, 1976, p. 51). Minutos después, y probablemente inspirado por la desconfianza de la advertencia anterior, un nicaragüense “experto en el manejo de la ametralladora y hombre de pelea”, propuso sacar la ametralladora que llevaban en la embarcación cuando estaban a 10 minutos del pueblo. Sin embargo, el jefe político de Osa que los acompañaba –y aseguraba que el control de Pueblo Nuevo lo tenía la tropa costarricense que él mismo había recibido días atrás en Golfo Dulce– dijo que no había tal necesidad. Así que tampoco le hicieron caso (Marín Cañas, 1976, p. 58). En el resto del relato de Padilla, Obregón solo es mencionado en contadas ocasiones hacia el final de la balacera contra los policías panameños y durante la recuperación de los heridos y el reconocimiento de los fallecidos –35, según Padilla– (Marín Cañas, 1976, p. 84).
En contraste, en las páginas que recogen el relato de Padilla el protagonismo lo tiene el mexicano Daniel Herrera, a quien Oconitrillo ubica en la región de Osa desde el gobierno de Alfredo González Flores (Oconitrillo, 1991, p. 234). Herrera, que se dedicaba principalmente a la pesca en el Pacífico Sur, resultó ser informante clave en las aproximaciones costarricenses al pueblo disputado con Panamá. Sin embargo, la confianza brindada por Herrera a la segunda expedición costarricense supuso luego una grave confusión. Por un lado, sus palabras daban una “gran calma, como en el paisaje [que] se apoderó de nosotros. Nadie podía esperar que faltaran pocos minutos para que se manchara de sangre toda La Esperanza [nombre de la lancha]” (Marín Cañas, 1976, pp. 49-50).
Lo contraproducente del mensaje brindado por Herrera a los soldados costarricenses no se convirtió en un testimonio negativo sobre su rol en la batalla contra los panameños. En realidad, para Padilla, Herrera se convirtió en el referente de batalla, y así lo hace constar cuando, en medio ir y venir de proyectiles, la sola imagen del mexicano provocaba en Padilla creerse “intocable. Me creí de bronce. Hay un contagio que se pasa de aliento a aliento y que se prende en el interior del alma de una llama convulsa. Es el instinto de conservación, es la presencia del heroísmo” (Marín Cañas, 1976, p. 70). Herrera había decidido cargar en la embarcación un fonógrafo en el que sonó el Himno Nacional de Costa Rica apenas entrando al poblado. Esta fue la fácil orden de abrir fuego para los panameños, quienes sorprendieron a los costarricenses. Sin embargo, de nuevo la presencia de Herrera se convirtió para Padilla “en la ígnea llama de heroísmo, me dio valor. (…) Daniel, convulso, seguía tercamente expuesto a las balas, de pie, altivo, como si fuera intocable” (Marín Cañas, 1976, p. 68-69).
Tan protagónico fue Herrera Irigoyen en la experiencia de Guillermo Padilla que, en un relato más bien lacónico, decide detenerse en el momento de la muerte del mexicano. Al recibir el impacto de bala definitivo, y según Marín Cañas (1976):
Herrera abrió los brazos, soltó el máuser, echó la cabeza hacia atrás. Lo miré horrorizado. Vi, no sé cómo, que sus pies, sus mismos pies, se doblaban para adentro, se falseaban. No era flexión de piernas. Eran los zapatos de aquel muchacho que tomaban postura absurda, un bailoteo macabro. Daniel giró sobre sí mismo y cayó bruscamente, con todo el peso de su cuerpo intocable. Tendido. Abierto, con una mueca decisiva en la cara. Me agaché sobre él. Tenía el pecho abierto con una gran rosa de sangre. Aún vivía, pero era cosa de momentos. Los ojos los conservaba abiertos. Parecían de cristal. El sudor, que le nacía en el pelo, en la misma raíz de aquel su pelo indómito, seguía naciendo aún y seguía cayendo. Tuve un miedo horrible (p. 70).
A pesar de su muerte, Padilla consideraba, hasta años después, el cuerpo de Herrera como intocable. Como ha quedado manifiesto en las declaraciones aquí citadas, este adjetivo fue recurrente en la manera en la que el costarricense concebía el cuerpo del mexicano colaborador con la administración de Acosta. No solo en un plano discursivo seguía estando íntegro el cuerpo de Herrera, sino que en el momento de la batalla fue quien dio el impulso para volver a luchar. La sangre de aquel dio a Padilla “una rabia que me hacía enloquecer. Volví a coger el máuser” (Marín Cañas, 1976, p. 75). Ver aquel cuerpo fue un golpe de realidad que hizo posible la reacción de Padilla para seguir con su combate contra los panameños que los tenían completamente rodeados: “una cosa tangible, una tragedia concreta me rodeaba” (Marín Cañas, 1976, p. 79).
Es notorio cómo la memoria que convierte en héroes a algunos de los militares de 1921 es bien reducida. Sobre todo, si se le compara con los intentos promovidos desde la prensa en el mismo año del conflicto. En aquel año, estaban muy presentes las discusiones en las que, por lo menos algunas voces, intentaban plantear las participaciones de Obregón y Vargas como heroicas. Sin embargo, con el paso de los años, se desistió de esa tarea. Más bien, quien destacó en esta lógica fue el mexicano Daniel Herrera, como ya se dijo, gracias a su fallecimiento, que posibilitó su consideración de mártir en las declaraciones de Padilla, recopiladas por Marín y eventualmente publicadas por la Editorial Costa Rica. No se debe pasar por alto la manera en la que se borró cualquier recuerdo sobre los líderes militares que coordinaron los avances costarricenses por el Caribe hacia territorio panameño.
No obstante, se descubre una dinámica tal de la memoria costarricense sobre la guerra con Panamá que privilegia las derrotas, para reconvertir las muertes en sacrificios nacionales, y así mostrarlas como consolidación de la entrega por la nación. No son entonces ambiciones de expansión territorial lo que posibilita establecer personajes heroicos, sino la defensa sufriente de lo que se reclamaba previamente.
Ahora bien, esta suerte de conclusión previa puede ponerse a prueba a partir de una revisión de textos que han recuperado diversas posiciones sobre la guerra con Panamá, desde la historiografía como desde la literatura. En la próxima sección se retoman, no los perfiles de los principales militares involucrados, sino la concepción del conflicto en términos generales. Es decir, qué se recuerda y cómo se plantea el breve conflicto entre Costa Rica y Panamá en 1921.
Perspectivas sobre el conflicto
El primer documento que sistemáticamente recuperó elementos sobre lo sucedido en 1921 entre Costa Rica y Panamá fue la revista El Maestro, en su número de octubre de 1927. Esta iniciativa tuvo lugar en un contexto de agitación social sobre el tema, debido a visitas recíprocas entre maestros panameños y costarricenses en ambos países, con la motivación intrínseca de colaborar al proceso de arreglo limítrofe definitivo. Dentro de ese contexto, el evento particular que hizo resurgir el viejo conflicto limítrofe en la esfera pública fue cuando, con motivo de visita de miembros del magisterio panameño a Costa Rica, un niño de la escuela Juan Rudín se negó a entonar el himno de Panamá. A pesar de que los miembros del gobierno señalaron después que los niños tenían libertad para elegir si cantar o no el himno, el caso anterior se volvió simbólico de la disputa entre quienes pedían al gobierno acordar un tratado limítrofe directamente con Panamá, y aquel sector de la sociedad nacional (fundamentalmente josefina) que seguía reivindicando los términos que daba el fallo White en favor de Costa Rica. Esta fue la ocasión que propició que la revista ya mencionada publicara una serie de artículos sobre el tema.
Como parte de estas publicaciones, el presidente Ricardo Jiménez, fiel exponente de aquellos que presentaban una renegociación directa con Panamá como medio para evitar una posible nueva guerra, señalaba que él no haría una guerra como presidente. Sin embargo, para no dar cabida a dudas sobre su patriotismo en 1921, aclaraba que en aquella época se dirigió a la frontera “como simple soldado; a mi patria se lo doy todo, la vida en primer término. Pero de eso a despertar en ella odios contra otro pueblo hay una enorme distancia, y es antipatriótica” (El Maestro, 1927, p. 34). Los términos en los que Jiménez planteaba la discusión son representativos de la dinámica en 1927. Se trataba de presentar la colaboración en una guerra como una muestra de patriotismo en 1921, pero como lo contrario en años posteriores.
Luis Anderson Morúa, abogado costarricense oriundo de Cartago, con una larga carrera política y diplomática en las primeras décadas del siglo XX, y quien fuera el representante del país en la firma del Acuerdo Anderson-Porras en 1910 –mediante el cual se le delegó al magistrado estadounidense Douglas White la revisión del Laudo Loubet de 1900–, se convirtió uno de los enemigos históricos del arreglo limítrofe directo con Panamá que sustituyera al Laudo White; se mostraba reticente a la participación docente en las gestiones de acercamiento entre ambos países. La deslegitimación desde la óptica de antipatriotismo por parte de Anderson motivó a Luis Dobles Segreda, entonces secretario de Instrucción Pública, para defender la participación del magisterio en el asunto limítrofe. ¿La razón? Que esos mismos docentes que optaban por un acercamiento amistoso con sus pares panameños habían estado “en 1921, por el Atlántico y el Pacífico con el rifle al hombro, dispuestos a morir por su tierra (…) con ellos fui [Dobles Segreda] a las tierras de Golfo Dulce” (El Maestro, 1927, p. 57). Desde esa lógica, la participación en alguna de las expediciones de 1921 daba la legitimidad para apoyar posteriores tratados de límites sin que se pusiera en duda el sentido de patriota, más allá de los términos territoriales que implicaran dichos tratados.
También se incluye en la mencionada revista una publicación firmada por Leonidas Pacheco (publicada originalmente en La Nueva Prensa del 4 de octubre de 1927), en la cual argumenta que una guerra con Panamá es materialmente imposible, debido a que Estados Unidos no permitiría una nueva escalada de violencia en las cercanías de su Canal. Sin embargo, no pierde la oportunidad para aclarar que no disminuye la grandeza de los patillos (campesinos improvisados como soldados en 1921). Más bien, se apresura a reconocer que ellos “cumplieron su labor de soldados y de costarricenses; no disminuyo ni quiero que empalidezca el denuedo y el entusiasmo con que nuestra juventud se inscribió en el batallón de la muerte y fue valerosamente a buscarla” (El Maestro, 1927, p. 42).
La alusión de Pacheco a la muerte abre uno de los temas más escabrosos de la memoria sobre el conflicto. Si la oposición al acercamiento entre los gobiernos de Costa Rica y Panamá vinculaba dichas diligencias diplomáticas con falta de patriotismo, eso implicaba también mancillar la memoria de los que sí fueron patriotas en 1921 al punto de morir por causa de la soberanía nacional. Quien usaba como seudónimo “Clemente Paz” argumentaba que la sangre derramada por los soldados en Pueblo Nuevo de Coto era “sagrada, y debemos recordarla y lamentarla con devoción”. Sin embargo, llamaba “imprudentes” a quienes, invocando el recuerdo de aquellas muertes, favorecían una exaltación que podrían llevar al país a “colmar con nuestra sangre la copa de oro de los imperialismos” (El Maestro, 1927, p. 43). De nuevo, la posibilidad de una segunda guerra era refutada por algunos sectores, no tanto en función de antipatriotismo, sino desde una óptica geopolítica que involucraba el rol que eventualmente podría asumir el gobierno de Estados Unidos.
Vale la pena destacar el mensaje de los maestros panameños, firmado en Ciudad de Panamá el 10 de setiembre de 1927. Allí se refieren a la guerra de 1921 como un “incidente doloroso, cuya responsabilidad se encargará la Historia de asignar a quien le corresponde, y que abrió un hondo surco de resentimientos entre pueblos hermanos”. Concebían los panameños las gestiones de acercamiento como un antídoto o remedio a dichos resentimientos, pero lo ubicaban en el marco de un sentimiento hispanoamericanista (El Maestro, 1927, p. 49). En documento remitido en San José el 6 de octubre, los maestros costarricenses secundaban las buenas intenciones de acercamiento. Sin embargo, no se refieren a ningún momento histórico del conflicto limítrofe; por el contrario, llaman a no involucrarse en “este terreno, que no es en verdad el que corresponde al carácter y a los fines de las actividades apostólicas en que se desenvuelve la misión del maestro” (El Maestro, 1927, p. 52). Entre los firmantes de este comunicado estaban Justo A. Facio, activo miembro de la Escuela de Derecho –donde eran opositores por lo general a una renegociación directa con Panamá–, y el mismo Omar Dengo, que marchó al frente en 1921 y luego de regresar fue condecorado con honores por los estudiantes de la Escuela Normal. Esto explica en gran medida el llamado a la cordialidad, pero las reservas en cuanto a posicionarse claramente en términos del arreglo limítrofe entre ambos países.
Otro elemento fundamental en la reconstrucción esporádica del recuerdo sobre el conflicto armado fue el reconocimiento oficial, por parte del gobierno de Costa Rica, de que efectivamente los sucesos de aquel año fueron considerados una guerra. Este reconocimiento llegó en el marco de un reclamo de un ciudadano estadounidense, dueño de la embarcación llamada Belén Quesada, que a finales de febrero entró a Puntarenas con bandera panameña y fue tomada como botín de guerra por el gobierno costarricense. El gobierno estadounidense respaldó el reclamo por un monto de 222.500 colones. Al recibir la notificación, Ricardo Castro Beeche argumenta a Roy T. Davis, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de los Estados Unidos, que el Belén Quesada fue considerada una presa de guerra que no agredía en ninguna manera a ciudadano estadounidense alguno, puesto que “a la luz de los principios y precedentes del Derecho Internacional, la bandera es la única determinante de la nacionalidad de una nave” (El Maestro, 1927, p. 53).
Como contraargumento, Davis señala que nunca hubo declaratoria oficial de guerra. Sin embargo, Castro cita un manual de Derecho Internacional “de Oppenheim, página 67, párrafo 54, tercera edición”, donde básicamente se establece como guerra cualquier enfrentamiento armado entre los ejércitos de dos países contendientes, al margen de que no se haya hecho una declaratoria. Además, refuerza su argumento recordándole al plenipotenciario estadounidense que “hubo muertos, heridos y prisioneros. Se invadió por las respectivas fuerzas territorio de ambos países.” Además, le recuerda que el Gobierno de los Estados Unidos había firmado ya varios tratados en que se asegura la bandera como única determinante de la nacionalidad de un barco (El Maestro, 1927, p. 54). Con la intención de evadir el pago de una multa cuyo cobro era apoyado por el gobierno estadounidense, el gobierno de Costa Rica recurre a tecnicismos de derecho por los cuales tuvo que reconocer que los movimientos armados de 1921 correspondieron a una guerra, elemento que tanto antes como después de 1927 sería ocultado de la memoria nacional sobre el conflicto.
En la misma década de 1920 no hubo ningún otro libro que retomara alguno de los sucesos de la guerra de 1921. Es hasta 1934 que se publica el libro ya mencionado de José Marín Cañas. El mismo año de la publicación de Marín, se lleva a cabo la primera edición de un libro de texto de consulta para primaria escrito por José Fabio Garnier. Es significativo que dedique un apartado a los procesos de definición de cada frontera de Costa Rica. Sin embargo, la especificidad de haber llegado a una contienda bélica en el caso del límite sureste, y el engorroso proceso en general, se pierde. Lo que Baudrit reseña es un rápido repaso por los antecedentes del conflicto con Panamá, con mayor detenimiento en los laudos Loubet y White. Al período siguiente lo describe como un “estado de indecisión”, que dio paso, en 1921, a “un conflicto armado entre las naciones, el cual terminó por mediación del gobierno de los Estados Unidos, quien hizo promesa de obligar al respeto del fallo White”. Después de ese momento, su narrativa salta hasta el tratado definitivo de 1941, que, según él, “satisfizo de modo absoluto a ambos países hermanos” (Garnier, 1934, pp, 34-36). Es decir, en el texto consultado por los niños y niñas costarricenses se resume el proceso de definición de la frontera en la firma de algunos acuerdos internacionales, y se silencian los conflictos políticos, sociales y armados insertos con anterioridad a la rúbrica de cada acuerdo.
En 1939, en el tercer año de la administración Cortés Castro, que, como ya se ha comprobado, fue particularmente activa en cuanto a propaganda sobre el tema limítrofe se refiere, se editó un libro de Alberto Quijano que proponía una síntesis histórica de Costa Rica. En clara propaganda de la administración de León Cortés, el apartado que dedica Quijano a las entonces infructuosas negociaciones limítrofes con Panamá se limita a reseñar cinco momentos: 1) el fallo White, 2) la exposición de Tobías Zúñiga Montúfar al Congreso el 30 de setiembre de 1938 para someter a aprobación el tratado de límites firmado el 26 de ese mes, 3) el texto de dicho tratado, 4) la opinión de Ricardo Jiménez favorable al tratado propuesto por la administración Cortés y 5) el acta firmada por los diputados que decidieron la conveniencia de retirar el tratado de la votación del Congreso, “con motivo de la oposición que encontró en una parte de la opinión pública” (Quijano, 1939, p. 267). Para aquellas personas que han leído el libro de Quijano sin alguna referencia más amplia sobre el tema, la perspectiva sobre el límite con Panamá se reduciría entonces al intento llevado a cabo por Cortés. Con ello, de nuevo, se silenciaba cualquier atisbo de conflicto interno con respecto al tema, y se resumía la larga y acalorada polémica con señalar a “una parte de la opinión pública”.
Cuatro años después de la obra de Quijano, y luego de dos años de firmado el tratado Echandi Montero-Fernández Jaén, se publicó un pequeño folleto con el testimonio de José Pozuelo, al cual se le ha adjudicado una influencia personal y decisiva sobre la apertura que tuviera Rafael Ángel Calderón Guardia, desde sus días como presidente electo, para terminar con el conflicto con Panamá. Pozuelo reproduce esta perspectiva y presenta la firma del tratado como un proceso personal y, en ese la guerra de 1921 se considera como “violencias en el año 1921 en que sangre de unos y de otros se regó en las fronteras, y generosas vidas fueron inmoladas por el sacrificio patriótico” (Pozuelo, 1943, p. 13). En realidad no hubo muertes panameñas registradas, y la imprecisión de Pozuelo parece dudosa. Por un lado, fue testigo ocular de los sucesos de 1921; por otro, partiendo de su rol activo en el arreglo definitivo, es muy probable que estuviera bien enterado de lo sucedido. Por tanto, ese dato de las supuestas muertes panameñas podría leerse incluso como un intento por congraciarse con la contraparte, presentando la experiencia de sacrificio como equivalente para ambos países.
Además de seguir con la tendencia que evitaba caracterizar el conflicto como guerra, es sugerente que al hacer Pozuelo una lista de lo que él considera costarricenses que “trabajaron sincera y notablemente por darle al problema una solución” no incluye a Julio Acosta ni a nadie de su gabinete o de los que participó liderando la guerra, con la llamativa excepción de Luis Anderson (probablemente por su rol decisivo en el acuerdo que lleva su mismo apellido: Anderson-Porras, en 1910, predecesor del Laudo White) (Pozuelo, 1943, p. 26). Silenciar cualquier rol protagónico del gabinete de Julio Acosta en el proceso de acuerdo limítrofe implica, aunque sea tácitamente, negar la experiencia bélica como algo digno de recordar, ni siquiera en términos políticos. Para él, quienes trabajaron sinceramente fueron básicamente historiadores al servicio del Estado costarricenses en su largo proceso de presentar pruebas a su favor.
Después de la guerra civil de 1948, se ubicó una serie importante de libros de texto y obras historiográficas que mencionaban la aventura militar de 1921 contra Panamá. Se pueden organizar en tres grupos: textos editados en la primera o segunda mitad del siglo XX o a inicios del siglo XXI. En cuanto a las instituciones que hicieron posible su publicación, cabe señalar que muchos de ellos pertenecen al sector educativo: textos de consulta escolar, primaria o secundaria. Además, participaron en algunas publicaciones universidades como la Autónoma de Centroamérica o la Estatal a Distancia. Por último, es llamativo cómo, incluso para el material de consulta de estudiantes de educación abierta que optaran por el título de bachillerato, el Ministerio de Educación Pública incluyó alguna mención sobre el conflicto armado que ocupa esta investigación.
En términos generales, se trata de obras que no ofrecen un panorama general de los eventos, las características, los alcances ni las consecuencias del conflicto, por reproducir, en su mayoría, la perspectiva de que lo sucedido en Pueblo Nuevo de Coto resumía el conflicto (Arguedas, 2019, pp. 169-190). Como se ha señalado, son más bien dos obras de tipo literario las que dan más herramientas para entender en profundidad, si no todo el conflicto, algunos elementos concretos de él que resultan clarificadores del conjunto.
Uno de ellos es un cuento corto publicado al calor de un concurso literario; el otro texto, lo que muchos consideran el primer ejemplar novelístico de la literatura costarricense. En 1941, la revista Vanguardia publicó las bases para un concurso de cuento corto, convocado para fomentar las artes literarias en el país. A pesar de que el jurado consideró los trabajos enviados como de poca calidad, se publicaron algunos con menciones especiales por elementos psicológicos, narrativos o paisajísticos que brindaban. Entre ellos “Tartarín va a la guerra”, publicado gracias a su “sabor humorístico muy tico” (Casasa, 2010, p. 21).
La historia narra cómo el 4 de marzo de 1921, al pie del cerro Las Vueltas (actualmente declarado Refugio de Vida Silvestre Cerro Las Vueltas, en el distrito Copey del cantón de Dota), Tartarín –un agricultor– es súbitamente nombrado subteniente del ejército por un personaje anónimo. Este último había sido investido con el rango de coronel de caballería. La razón: se desempeñaba como amansador de caballos. Además, el padre de Tartarín era el comandante de plaza; el cuñado del protagonista, un cabo con tres meses de servicio (Casasa, 2010, p. 21). Entre ellos y sus vecinos hombres se construye una corta, pero intensa, sátira sobre la experiencia militar de la guerra con Panamá, desde lo que parece una experiencia real en una de las zonas rurales por las cuales se dirigían tropas de soldados hacia la región fronteriza. En el caso de Dota, se preparaba para unirse a la marcha que llevaba, desde Cartago, el grupo liderado por el general mexicano Manuel Chao: Batallón Irazú. Sin embargo, el testimonio de Tartarín no va más allá de la espera de sus eventuales compañeros de armas. El armisticio fue comunicado a los soldados cuando iban de camino.
La tónica en el texto es la ironía y burla hacia los elementos militares que se mencionan, una muestra de la consolidación de lo civil y el desprestigio de los militares, acentuado luego de la dictadura tinoquista y la misma guerra con Panamá (Casasa, 2010, p. XXXIII). Así, por ejemplo, el hombre que dio de alta a Tartarín explica los avances costarricenses sobre el Caribe en los siguientes términos: “invadieron Coto, mataron a nuestra guarnición, pero nuestros ejércitos ocuparon Guabito y apresaron ya a un almirante… ¡Ya debe estar fusilado!” (Casasa, 2010, p. 22). Sin embargo, no todo se trataba de caricaturizar a los militares. Un elemento fundamental que se identifica es la manera idílica, bondadosa e inocente en la que el campesinado vuelto ejército concebía el conflicto internacional.
La reacción de Tartarín al recibir noticias sobre la existencia de la guerra es imaginarse que mientras estaba en el campo de batalla resultaba herido, pero inmediatamente después “era conducido a un hospital, me enamoraba de una enfermera, se me imponía una medalla en el pecho…” (Casasa, 2010, p. 22). De manera similar, con la predominancia de los afectos románticos, Tartarín se imaginaba el final de la guerra en los siguientes términos: “solo quedó una bandera tricolor defendida gloriosamente por un pelotón de soldados; allí moríamos heroicamente el comandante y yo” (Casasa, 2010, p. 23). El único recuerdo construido desde la literatura costarricense, dos décadas después de la guerra, omitía cualquier rasgo de seriedad del conflicto, en franca diferencia con los relatos periodísticos de 1921.
Esta tendencia a esconder cualquier elemento de violencia se lograba al evitar describir alguna enemistad con Panamá. Según la retórica presente en Tartarín, la buena disposición del campesinado para ir a las armas se justificaba no por un odio al otro, sino por un patriotismo sin condiciones. Así, el narrador hace una “curiosa anotación: ni un “muera Panamá”. Los cachorros de los viejos del 50 solo pensaban en la oportunidad de servir a la patria, de terminar con la vieja rencilla. El grito era: “¡A Panamá!”” (Casasa, 2010, p. 25). Aquellos a quienes no se perdía la oportunidad de vincular con los soldados de la Campaña Nacional luchaban por alcanzar la paz, y en nombre de ella.
Sin embargo, lo que podría parecer un sacrificio colectivo de quienes solo van a la guerra por fidelidad a su Patria y en contra de su intrínseco pacifismo da un giro inesperado hacia el final de la obra. Reunidos en un trapiche, los camaradas de Tartarín deciden darle la adhesión incondicional al Batallón Irazú –que, liderado por Manuel Chao, había iniciado su marcha hacia la frontera desde Cartago–; sin embargo, alrededor de las 8:00 p.m. reciben noticia del armisticio pactado en el puerto caribeño de Almirante. Al enterarse, la tropa se describía como “antiarreglista, silenciosa, desilusionada” (Casasa, 2010, p. 26). A pesar de que en el largo plazo los recuerdos del conflicto se construyeron en términos generales desde la sátira y lo idílico, al reseñar la reacción del momento ante el armisticio, también aquí se reitera la desazón de algunos sectores ante la imposibilidad de seguir enviando hombres hacia la frontera.
Aunque el escrito fue motivado por el concurso propuesto desde la revista Vanguardia, la conclusión del relato da cuenta de las raíces más profundas que motivaron su realización. Tartarín, representante del campesino costarricense que hubo de improvisar su rol de soldado en 1921, era “fantasioso, ridículo, pero patriota”. Además, no conocía odios: “ama y siente con calor tropical, y por eso es que hoy bendice el abrazo de Guabito” (Casasa, 2010, p. 27). Es decir, finalmente la memoria sobre los sucesos que protagonizara Tartarín están en función de la firma del tratado limítrofe simbólicamente firmado en el puente sobre el río Sixaola. Allí, los presidentes de Costa Rica y Panamá construían un nuevo hecho histórico que sepultaba la marcha que, veinte años antes, emprendieran prominentes miembros de la oficialidad militar costarricense, con miras a invadir territorio panameño. Este reemplazo en la memoria es bendecido por Tartarín, como muestra última de la preferencia por una versión pacífica sobre una disputa que todos, sin embargo, estuvieron dispuestos a asumir hasta las últimas consecuencias.
Además del cuento corto analizado, Carlos Luis Fallas “Calufa” también incluye su apreciación sobre la llamada guerra contra Panamá en 1921. Fallas dedica el sexto capítulo de su reconocida novela Marcos Ramírez a describir su experiencia autobiográfica, como un niño de alrededor de 12 años (nació en 1909) en medio del conflicto internacional. A pesar de la edad al momento de la guerra y de la poca fama del capítulo en mención, vale señalar que dichas líneas tienen una importante coherencia y validez histórica, a la luz de una contraposición entre lo descrito por Fallas y fuentes contemporáneas a la guerra.
En primera instancia, Calufa explica las raíces de la guerra de manera tajante. Para él, el conflicto se originó gracias a la gran agitación popular a raíz de los reveces de las tropas costarricenses en el Pacífico. Sin embargo, dicha agitación se debía, a su vez, al desconocimiento de causas de otra índole: los “tentáculos [de] la poderosa United Fruit Co” (Fallas Sibaja, 1963, pp. 167-168). A partir de allí narra cómo Marcos, con su profunda curiosidad por el mundo, se mete en un vagón del tren que conducía a soldados y voluntarios desde San José hasta Puntarenas y de allí hasta la región del Pacífico Sur, gracias a la complicidad de conocidos suyos procedentes de Alajuela que iban en dicho vagón.
En medio de su aventura entre los soldados, Marcos da cuenta de una serie de elementos que caracterizan a la perfección el conflicto con Panamá. Entre ellos, predominan dos: por un lado, la composición social de quienes marcharon a la frontera y las consecuentes contradicciones que ello implicaba; por otro, una marcada actitud satírica ante la oficialidad del ejército. Con respecto al primer elemento, Fallas describe a los alajuelenses que participaron de la campaña como “campesinos casi todos, descalzos muchos de ellos, pero muy alegres y llenos de entusiasmo” (Fallas Sibaja, 1963, p. 169). Sin embargo, al llegar a Puntarenas el niño se da cuenta de que previamente habían llegado ya otras tropas con destino a la región fronteriza. Entre ellas, una con personas provenientes de Heredia, “integrada en su mayoría por hijos de familias ricas y por eso muy bien equipados todos” (Fallas Sibaja, 1963, p. 173).
La diferencia que se le evidenciaba a Marcos Ramírez entre los componentes del ejército es el eje central de sus comentarios sobre la aventura que siguió una vez que se embarcó con la mencionada tropa herediana hacia Punta Islita, lugar que se convirtió en el centro de operaciones del entonces llamado Ejército del Sur. Durante el viaje en barco, el almuerzo consistía en un pedazo de dulce, dos bollos de pan añejo y queso “duro, húmedo, maloliente y con no pocos gusanos” (Fallas Sibaja, 1963, p. 179). No precisa si lo mismo comía la oficialidad que viajó en aquel barco, pero sí da cuenta de los escenarios tan distintos que enfrentaban día con día aquellos que estuvieron en Uvita esperando una orden desde la capital, que permitiera continuar los avances hacia Coto y, eventualmente, Chiriquí (orden que nunca llegó). Por un lado, quienes pertenecían a la Cruz Roja y al Estado Mayor tenían para ellos dos campamentos grandes construidos con madera y zinc. Por su parte, la “inmensa cantidad de soldados que allí había [vivieron en] el más completo desorden, en la anarquía más absoluta. Los oficiales no aparecían por ninguna parte y los soldados hacían lo que les daba la gana” (Fallas Sibaja, 1963, pp. 180-184).
De acuerdo con el relato de Fallas, no solo había una lejanía espacial y diferencias cualitativas entre los campamentos de ambos sectores del ejército de aquella campaña, sino una ausencia absoluta de respeto a las autoridades. De Antonio Segreda, entonces nombrado coronel, destacaba su privilegiada posición social y sus manos delicadas, y sobre su hermano Juan recordaba cómo, al lanzarse al agua para embarcar de regreso a Puntarenas, todos los soldados hicieron una pausa “para burlarse a hurtadillas de las muy blancas y gordas desnudeces de aquel jefe, y de sus torpes chapaleos” (Fallas Sibaja, 1963, p. 189). En aquella situación descrita por Fallas, que bien podría calificarse como tensa por la situación de escasez y desorden que imperaba, el anuncio del armisticio fue el acabose.
En la óptica de Fallas, el descontento de quienes estuvieron por días estancados en un recóndito punto del Pacífico costarricense se justificaba al no poder participar del combate para el cual se habían dispuesto. Pero no fue un simple descontento, sino que el niño Marcos reconstruye un paisaje en el cual predomina, primero, la indignación, y posteriormente, “por todas partes y en todas direcciones arreciaba el tiroteo y el furioso griterío de los soldados. Así protestaban las tropas del Sur, considerándose defraudados por sus jefes y por el gobierno costarricense” (Fallas Sibaja, 1963, p. 190).
Conclusiones
El proceso de olvido y silenciamiento progresivo sobre la amplitud, complejidad y alcance del conflicto limítrofe con Panamá, normalmente reducido a tres pequeños encuentros armados, ha sido organizado en este análisis en tres grupos, en función de su periodicidad y de su trascendencia en la memoria que existe al respecto en Costa Rica. En un primer momento, durante el mismo año del conflicto armado, la memoria configurada a través de la prensa nacional tuvo como eje fundamental la búsqueda de héroes de la campaña recién pasada. En un segundo período, con una duración que se puede ubicar desde 1921 hasta 1941, las menciones concernientes a la guerra estarán estrechamente relacionadas con el estado del proceso de negociación del tratado limítrofe definitivo con Panamá (firmado, de hecho, en ese último año). Por último, la memoria –con sus correspondientes olvidos– de más larga duración, que llega hasta bien entrado el siglo XX, ha sido explorada a partir de las versiones sobre la guerra ofrecida en diversos libros de historia costarricense, que por el énfasis de esta publicación han quedado fuera, y de dos ejemplares de la incipiente literatura nacional de la primera mitad del siglo XX.
En la memoria de corto plazo el objetivo era construir heroísmos. Es claramente identificable un intento sistemático por dotar a la campaña de un rostro costarricense que encarnara el nacionalismo proyectado a nivel discursivo (y analizado en el primer apartado de este artículo). Sin embargo, la tarea fue imposible en aquel momento. Por un lado, ningún elemento costarricense lideró alguna victoria decisiva, y entre los muertos tampoco destacó ningún miembro de la oficialidad.
Los sucesos de 1921 no propiciaron la solución definitiva del asunto limítrofe; por tanto, en las décadas siguientes, cuando se proponía retomar la cuestión fronteriza, de manera más o menos explícita resurgían las referencias a la breve guerra. En ese sentido, hubo tres momentos fundamentales en los que los políticos y la prensa reformularon los recuerdos sobre la guerra en función de las negociaciones diplomáticas con Panamá. El primero de ellos fue en la administración Cortés Castro, el segundo en la administración de Ricardo Jiménez y la última, finalmente exitosa, al calor de la firma del tratado Echandi Montero-Fernández Jaén, en 1941.
La evidencia demuestra que durante esos tres momentos se silenció y omitió progresivamente toda mención explícita sobre la guerra. Dicho esto, ¿por qué evitar ese recuerdo? Y ¿cómo se llevó a la práctica dicho olvido? Se silenció todo aquello sobre la guerra de 1921 en función de una lógica de necesaria paz continental en América. En palabras de los principales protagonistas –a favor o en contra– de los procesos de renegociación directa con Panamá sobre la frontera común, el olvido era un medio necesario para la cordialidad entre países. Para ello, una estrategia discursiva fue minimizar y banalizar lo sucedido en 1921, y presentarlo como algo que no implicaba necesariamente una explicación ni una caracterización detallada. En resumen, algo no digno del recuerdo. Y preparada esa visión sobre lo que sucedió, se justificó el olvido como un elemento al servicio de una forma civilizada de relacionarse entre países hermanos de América.
Ahora bien, ¿cómo se ignoraba la guerra en esos momentos álgidos de la discusión sobre los límites? Esta pregunta es clave puesto que, hasta 1941, los negociadores del tratado limítrofe y, en general, la sociedad costarricense, pertenecían a la misma generación que protagonizó la campaña militar emprendida contra Panamá. Se han identificado cuatro estrategias con este propósito. Primero, la negación abierta y deliberada de la existencia de alguna guerra llevada a cabo por el país en función de temas limítrofes. Segundo, presentar el recuerdo que caracterizaba lo sucedido como versiones exageradas, extremistas y, por consecuencia, antipatriotas, ya que desestabilizaban las negociaciones entre los gobiernos que evitaban mencionar el conflicto.
Como se ha dicho, en las situaciones en las que era virtualmente imposible omitir la existencia de la guerra de 1921, la estrategia fue descubrir los sucesos con otros descriptores. Así, durante las tres décadas posteriores se definió la guerra como “aventura”, “pesadilla”, “conflicto”, “herida”, “úlcera”, entre otros, pero jamás se declara explícitamente su condición de guerra. Incluso no es sino hasta 1927 que un funcionario de gobierno costarricense reconoce que lo sucedido fue, de hecho, una guerra. Sin embargo, este reconocimiento no fue gratuito. Significaba una manera de evitar que se reconociera al barco Belén Quesada, incautado en los días del conflicto, como propiedad de un ciudadano estadounidense que, más adelante, solicitó una compensación económica a Costa Rica. En ese contexto, el gobierno nacional declaró que aquel barco entró al país con bandera panameña y, por tanto, fue capturado como botín de la guerra que enfrentó a ambos países.
El momento en que finalmente se logró acordar el tratado de límites entre Costa Rica y Panamá, en 1941, se caracterizó por la misma dinámica. Menciones muy esporádicas y poco claras que celebraban la imposibilidad –gracias al tratado– de que se regara más sangre o que se siguieran perpetuando las diferencias entre los pueblos, en adelante pretendidamente hermanos. Esta dinámica es identificable tanto en el discurso del entonces congresista Teodoro Picado Michalski como por el deán de la Catedral Metropolitana de San José, y el presidente Rafael Ángel Calderón Guardia.
Por último, ha sido importante explorar los recuerdos y omisiones sobre la guerra reproducidos en libros de historia nacional y literatura costarricense. Contrario a lo que se puede considerar, los sucesos de 1921 no han pasado desapercibidos en la historiografía nacional. Sin embargo, sus menciones quedan en eso: nombramiento del suceso y poco más, construyendo una visión reduccionista de los sucesos, y en ese sentido predomina la síntesis excesiva, la poca información y documentación, y la reproducción de una perspectiva según la cual lo digno de recuerdo son las muertes de costarricenses en Pueblo Nuevo de Coto.
En la mayoría de los casos parece una rara casualidad, una isla apartada del devenir histórico y político del país. Tal vez por eso no ha sido vista como un objeto de estudio en mayor profundidad. Sin embargo, aunque los trabajos de Historia han hecho predominante esta lectura, no ha sido la única. Hay elementos de mayor amplitud, y no poca veracidad histórica en documentos de tipo literario. Particularmente se trata de un cuento corto publicado en 1941 por la revista Vanguardia, con la autoría de Carlos Mora Barrantes. Así como la novela de Carlos Luis Fallas Sibaja, Marcos Ramírez.
En estos dos textos se va más allá de señalar las expediciones y muertes en Pueblo Nuevo de Coto, y se reconocen elementos como la poca legitimidad de las autoridades militares delegadas por el gobierno, así como las grandes contradicciones socioeconómicas presentes en aquellos improvisados grupos militares. Dos cosas podrían explicar esta mayor complejidad en el panorama descrito en la literatura sobre el tema. Por un lado, los autores participaron de la campaña. Por otro, la publicación de los textos no estuvo sujeta a instituciones oficiales, y tampoco la guerra era su única carta de presentación. En el caso del texto de Mora “Tartarín se fue a la guerra”, fue una propuesta más de las que se recibieron en un concurso literario organizado por el Partido Comunista. En el caso de Calufa, su reconstrucción de la guerra corresponde al sexto de los capítulos de su obra. Por tanto, solo un lector atento descubre, en sus respectivos contextos, el importante alcance que su interpretación de aquella guerra.
Ahora bien, en términos generales, hay algunas imprecisiones que se han identificado en cuanto al recuerdo construido sobre la guerra. El primero de ellos es el supuesto de que Costa Rica fue a la guerra como un país unido, y habiendo superado las diferencias políticas internas después de la dictadura de los Tinoco. Sin embargo, se ha mostrado cómo incluso la guerra se presentó como un medio de disputa política entre las diferentes facciones representadas en el Congreso, y con el gabinete de Julio Acosta. Además, una tendencia ha sido que la guerra se pierda en el largo y engorroso proceso de negociaciones sobre el límite con Panamá, en lugar de presentarlo como un evento parteaguas de dicho proceso. Lo usual es que, en referencia a la consolidación de la línea fronteriza actual, se destaquen los laudos Loubet y White, así como el tratado definitivo. En ese marco, la guerra aparece como una excepción desvinculada del todo. Sin embargo, buena parte de lo revisado en esta investigación apunta a que la guerra fue un condicionante de la manera en que se abordaban las negociaciones sobre el límite.
De hecho, si el interés hubiera sido solamente acatar hasta las últimas consecuencias la línea prevista por el fallo White de 1914, el gobierno costarricense no habría aceptado el cese al fuego de manera inmediata, sin un amojonamiento efectivo de la zona. Siguiendo la versión oficial, habría sido verosímil una segunda ofensiva costarricense cuando, después de meses y años, el dicho amojonamiento no se hacía efectivo. Siempre con relación a este tema, ha primado la visión del rol estadounidense en el cese del conflicto como garante de los derechos que la jurisprudencia le entregaba a Costa Rica sobre la mencionada línea White. Sin embargo, la intervención de aquel tercero merece una revisión más detallada, puesto que, por un lado, no se encargó de dar satisfacción verdadera a los reclamos costarricenses, y por otro, tenía intereses estratégicos en la región como para pretender mantener una estabilidad permanente (recuérdense las tentativas de otros países de la región por involucrarse en el conflicto).
No solo la manera en la que inició y terminó la guerra han sido sujetas a una interpretación sesgada, sino también los motivos de la derrota costarricense en el campo de batalla. Aquí, la premisa ha sido que los costarricenses no estaban enterados y, por lo tanto, tampoco preparados, de la presencia de panameños armados y listos para el conflicto. Sin embargo, las fuentes de la época dan cuenta de que la segunda y tercera expedición llegaron a Pueblo Nuevo de Coto con elementos que los pudieron haber hecho replantear su entrada, y prepararse de manera más efectiva para lo que sucedió después. Sin embargo, esta versión resultaba indigna para el ejército nacional. Lo curioso es que la memoria ha protegido más la legitimidad del ejército después de desaparecido (de eso se han encargado las versiones de libros de historia) que cuando existía (pues la prensa de la época tenía muy claro el nivel de incompetencia mostrado entonces).
Así, la guerra de 1921 no fue olvidada, sino que fue reducida a un absurdo. Reducida en tamaño (Guerra de Coto, como si fuera ese su único escenario) y en relevancia (desligándola del resto del proceso de negociación sobre el límite).
[1] Actualmente la connotación de “guerra” para este conflicto es bastante cuestionable, por factores como inexistencia de ejército en Panamá, debilidad del costarricense, ausencia de declaratoria de guerra oficial, la poca cantidad de eventos armados, la nula estrategia, entre otros. Sin embargo, en la época sí se le denominó “guerra”, y ese concepto se fue perdiendo. De ahí la necesidad de entender las razones y momentos en los que sucedió.
Huida del recuerdo: silenciamiento de la «Guerra» de Coto en la historia nacional costarricense. José Pablo Arguedas-Espinoza. Revista Umbral, volumen 46, N.º 2, julio-diciembre, 2021. ISSN 1409-1534, e-ISSN 2215-6178

Acerca del autor
Centro Educativo Futuro Verde - Investigador Independiente
Heredia, Costa Rica
ID ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9067-5719
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